Siempre me dieron miedo las películas de desastres. Recuerdo que cuando era niño y la noche era aterradora me escabullía a la habitación de mis padres para acurrucarme entre ellos. Recientemente nos habíamos mudado; las casas nuevas siempre son anfitrionas apáticas, sobre todo de noche, cuando descubres sus negruras.
Una de esas primeras noches mis padres se habían dormido con la tele encendida, donde pasaba Impacto profundo a bajo volumen. Me quedé al filo de la puerta con los ojos atraídos al televisor como polilla a la luz. Fueron solo un par de segundos: una metrópoli estaba siendo inundada debido a la colisión de un asteroide, pero como llegué tarde para ver dicho fenómeno, el océano tuvo la culpa. La gente gritaba en silencio mientras huían de la enorme ola que arrastraba a los desafortunados y sus autos; solo los que contaban con la distancia pudieron resguardarse en los edificios, pero como escapé de la habitación indispuesto a ver un segundo más, esa noche me mantuvo despierto la angustia de saber si aquellas personas lograron sobrevivir. La noche ya no era tan aterradora, pero el mundo, tan engañosamente silencioso en ese instante, se había vuelto hostil. Pensé: “Este mundo en que vivo algún día va a matarme”.
Impacto profundo (1998), El día después de mañana (2004), 2012 (2009), Terremoto: la falla de San Andrés (2015) y Twister (2006) siempre me parecieron películas sádicas y vulgares, no solo porque sus imágenes me impresionaron mucho cuando niño, sino también por su forma de retratar la muerte en masa, tan espectacularmente cruel. Me disgustaba que esas imágenes fueran para consumo masivo, para que millones de personas se entretuvieran con otras millones muriendo de maneras terribles (aunque no existiesen: el pesar de la empatía). Además, era cine incoherente: por un lado retrataba un mundo cruel y despiadado que terminaba con la humanidad en segundos; por otro, un héroe americano salvándose a sí mismo, a los suyos y a veces, a su nación.
Aunque hoy en día estoy reconciliado con la popularidad del género, sigo encontrando el cine de desastre arrogante; sin embargo, con el 9/11 ese cine y sus imágenes parecieron tomar conciencia de su naturaleza o mínimo las audiencias se sensibilizaron ante ellas. De un día para otro, la imagen de una ciudad destruida, de edificios colapsando, del cielo ardiente y los gritos de la urbanidad perdió el adrenalínico atractivo. ¿Fue la mirada que se transformó o las imágenes? ¿Ambas? Quizás fue la mirada lo que transformó a la imagen o viceversa, porque para muchos, si no es que casi todos los que presenciamos las torres caer, aquello no fue una experiencia vivida, fue una imagen viva y hostigante, una imagen en el televisor o en el periódico, al final de cuentas. Y el cine, como reino de las imágenes, se abre como uno de muchos caminos hacia la conciliación y el procesamiento de esa imagen.
Las torres gemelas nunca me hicieron sentir lo que La guerra de los mundos (2005) de Steven Spielberg, quien me acercó a las angustias y la pesadilla estadounidense del 2000 gracias al país del cine, donde lo extranjero se vuelve cercano. En esa película, antes de ser consciente de ello, vi las cenizas del World Trade Center, vi a los jóvenes desaparecer hacia la guerra, vi una nación bajo ataque. Spielberg, uno de los pocos grandes cineastas comerciales que quedan, averiguó rápido que ya no era posible sentir el desastre como fantasía, ya no podía haber otro Día de la Independencia (1996): su película de invasión alienígena era de terror.
Del otro lado del mundo, en Japón, hay varios ejemplos de esa transformación de lo literal a símbolo (cinematográfico). Por ejemplo, Godzilla (1954) nació con la bomba atómica (canónica y simbólicamente). El icónico monstruo ha estado con nosotros desde las detonaciones en Hiroshima y Nagasaki. La angustia de si algún día volverá a caer otra bomba era tal que la manera de afrontarlo no podía ser literal, pues para los japoneses recordar esa tragedia era de mucha pena y dolor. Por ende: un monstruo.
Godzilla ha estado frente a muchas cámaras, tanto de víctimas como victimarios. En el presente, Estados Unidos transformó a Godzilla en un vengador del planeta, una especie de superhéroe-antihéroe que puede compaginar con la causa humana. Para los japoneses, es la consecuencia humana. En Godzilla vs. Kong (2021), éste se enfrenta contra su versión robotizada (Mecha Godzilla) creada por humanos: tecnología contra naturaleza. Un discurso ecológico simplón y reconfortante. Mientras tanto, Hideaki Anno dirige Shin-Godzill, una cinta de terror y sátira política sobre un Japón pasivo ante los poderes geopolíticos que tiene que ceder al extranjero hasta el punto de que si no puede controlar al lagarto gigante, Estados Unidos lo destruirá detonando otra bomba atómica sobre Japón. Cuando los protagonistas entienden lo que está en juego, la película corta a Hiroshima y Nagasaki roídos. Godzilla da miedo en la medida que nos aterra repetir nuestra historia. Me parece interesante la comparación entre esas dos sensibilidades del entretenimiento. La estadounidense y la japonesa. Su forma de mirar y las imágenes que producen sobre la destrucción, independientemente de si es natural o humana, es una evidente medición de la empatía de sus autores: de la postura que adoptan como sobrevivientes.
Makoto Shinkai ha abordado el desastre en sus últimas tres cintas. Grandes producciones animadas para el verano de la taquilla que cruzan fantasía y romance con los traumas de Japón: como un pueblo siendo borrado por una enorme colisión; adolescentes que alteran el clima; un monstruo invisible que provoca terremotos. Pero Shinkai nunca se presta al catastrofismo; sus historias son de adolescentes enfrentándose al mundo en que viven, intentando encontrar su lugar en el Japón de la actualidad, un país lleno de cicatrices. El desastre le sirve como urgencia narrativa, pero también como la presencia de un mundo que parece superarnos en momentos decisivos de nuestra formación como individuos miembros del mundo. Es ese encuentro entre el imaginario colectivo y la emotividad lo que da lugar a poderosas catarsis e historias del espíritu humano, pero no de humanos como una sociedad que colapsa, sino que resisten, que se encuentran, que conectan.
En Suzume (2022), Shinkai le traza un viaje a su protagonista a lo largo de un Japón invadido por monstruos destructivos. Aunque un gran porcentaje de la película está dedicada al desarrollo del conflicto, otra gran parte se estaciona en episodios de la protagonista formando lazos con personajes a lo largo del camino. Viñetas de amistades y amor. Me recuerda a El teléfono del viento (2020), de Nobuhiro Suwa, donde una chica, varios años después de la pérdida de sus padres en el tsunami de 2013, decide recorrer el país para visitar su antiguo hogar. Otra película sobre un viaje, sobre una chica perdida en el mundo: la de Suwa por el duelo, la de Shinkai por la adolescencia. Los recorridos de ambos personajes sirven como radiografías de un país con trauma compartido y reafirman el poder de la conexión. El personaje de Shinkai también perdió a sus padres cuando era niña; por su edad, se puede asumir que en el mismo tsunami que el personaje de Suwa. Dos cineastas abordando el mismo dolor a su manera: el cine teniendo su propio diálogo, su propia sanación.
El desastre es inevitable, la naturaleza nos sigue superando y como lección de humildad, sucumbimos a su poder cada que quiere recordárnoslo. Inventamos imágenes que puedan escapar a lo que nosotros no podemos. El cine puede ver aquello de lo que no somos capaces en momentos de desolación. El voltear hacia ese otro lado, hacia la vida, cuando su fin parece abalanzarse, es una poderosa reafirmación del crear. De esta manera pienso en el director Werner Herzog y La Soufrièr (1977), su cortometraje documental sobre un volcán a punto de engullir una isla, la cual decide filmar para capturar imágenes de su ciudad vacía. En la isla, encuentra un par de residentes que no abandonaron el lugar por razones distintas. A uno lo encuentran tomando una siesta: dice estar en paz. Otro dice que se quedó para cuidar a los animales que dejaron atrás. Poder tomar siestas cuando debemos sobrevivir: el triunfo del arte y la poesía. Mientras que en Fireball: visitantes de mundos oscuros (2020), Herzog le da un giro a la figura del meteorito y habla no de su función destructiva, sino de su papel en distintas culturas. Habla de la construcción de un poblado tras la caída de un meteorito en sus tierras; de una religión que cree que al morir los espíritus residen en los meteoritos. Al ver eso sentí como si hubiese cerrado un ciclo que se abrió hace mucho tiempo en la oscuridad. Esa noche, al terminar la película, dormí en paz con el asteroide.