El verano (suspendido)
En el verano de 1975, Tiburón de Steven Spielberg estableció un nuevo estándar para la taquilla cinematográfica, creando el modelo que hoy conocemos como blockbuster (acuñado por los aviones bombarderos de la Segunda Guerra Mundial). La calurosa estación resultó ser la época perfecta para la economía fílmica: la gente quería escapar del sol y satisfacer su ocio; el cine, además de cumplir ambos deseos, brindó un artificio tan grandilocuente y espectacular que casi 50 años después sigue abarrotando salas.
Hollywood entró a su nueva etapa con velocidad, peligro y una explosión; en el blockbuster siempre hay urgencia para que el héroe evite la catástrofe: un insaciable miedo al fracaso. Esa urgencia fue la que llevó a varios de los que vieron Tiburón en los 70 a dar caza a la especie injustamente retratada. En una entrevista para la BBC, George Burgess, director del Programa de Protección del Tiburón en Florida, mencionó que el 50 por ciento del gran tiburón blanco en las costas del este norteamericano había desaparecido tras la película.
A pesar de que el blockbuster confrontaba los miedos de la sociedad en forma de entretenimiento (terrorismo, desastres climáticos, eventos apocalítpticos), el aparato también resultó contagiar su ansiedad. Una seductora pero venenosa fantasía heróica que atraviesa el verano. No obstante, mientras que la taquilla reitera ansiosos montajes donde siempre debe estar sucediendo algo, otros autores y autoras se posicionan desde la estación como esencia narrativa, dejando de lado su posibilidad mercantil.
Éric Rohmer en La Coleccionista (1967) entendía al verano como un espacio de encuentros e introspección donde la suspensión del tiempo fortalece nuestra capacidad de pensarnos (e inventarnos) a nosotros y al mundo; Luca Guadagnino en Llámame por tu nombre (2017) hace eco de esa suspensión pero como potenciador de la atracción, de lo sexual. El calor que abraza al mundo es el mismo que nos une al cuerpo del otro, que nos hace abrazarlo. El cuerpo y la memoria registran esos momentos de la suspensión, con el tiempo cobrando formas cuasi-fantásticas idóneas. Para la chilena Dominga Sotomayor en Tarde para morir joven (2018), el verano son recuerdos que difuminan lo verdadero de lo que quisiéramos hubiese sido, de ahí el trágico título: crecer es existir más allá de la fantasía.
(Ocaso) De otoño
Aunque el verano puede distinguir entre su existencia narrativa y comercial, el otoño estadounidense hace mucho diluyó la línea. Su cine influenció fuertemente para hacer del Halloween una tradición global, provocando que octubre y el cine de terror parezcan inseparables. A pesar de que el otoño transcurre de septiembre a diciembre, octubre tiende a sentirse como el único y verdadero mes de la estación. Una burbuja café-naranjosa donde los monstruos de la ficción, por una noche, invaden amistosamente las calles, el tajo de la pantalla siendo lo que nos mantiene a salvo de su brutal amenaza, contenida del otro lado: en el de la ficción. Es el deseo de jugar con la muerte, solo a sabiendas de que no podrá tocarnos.
Halloween de John Carpenter es un ejemplo obvio de este sentimiento. El asesino enmascarado que se camufla en las calles de una suburbia donde se juega a los monstruos porque creemos que no existen. Pero mientras el exterior es tomado por disfraces, el verdadero monstruo habita dentro: de las casas, del armario, del otro. Curiosamente, ese choque entre el terror y su simulación encontró lugar en el cine infantil, con películas como Abracadabra (1993) o Monster House (2006), haciendo que niños se enfrenten a los terrores ocultos por la mascarada.
Pero más allá de las fiestas, el otoño parece estar relegado como fin atmosférico por encima del narrativo o discursivo. Quizás se deba a su naturaleza transeúnte: el paso de lo cálido a lo frío. O quizás el otoño esté representado más como espíritu que como forma. Pienso en Días de Otoño (1963) de Roberto Gavaldón, sobre Luisa, la pastelera recién llegada a Ciudad de México que fantasea una vida idílica para contarse a sí misma y a sus compañeras de trabajo. El otoño hace presencia no sólo como estación, sino como estado del ser: el crepúsculo del año, reflejo del ocaso de una mente que delira entre euforia, locura y desesperación. Un descenso gélido y tierno a la vez que cae despacio, danzando sin rumbo. Una hoja seca.
El (mentiroso) invierno
Y si pensamos en contradicciones estacionales, las de invierno queman. Una dupla de emociones que coexisten cobijadas del frío, esperando una nevada en México que cuando niño me preguntaba si iba a suceder. Similar al otoño, la última estación del año es inseparable de sus festividades, optimistas broches de oro con los que cerramos la vuelta al sol. Es una época bella y trágica, pero sobre todo artificiosa. Un performance con luces, reuniones y regalos que sirven a forma de promesa: de que no importa qué tan mal estuviesen las cosas, el siguiente año será mejor; y si las cosas no estuvieron mal, pues irán aún mejor.
El cine participa en esa promesa. Recuerdo los especiales navideños de Disney, las retransmisiones de Mi Pobre Angelito (1990) y mis DVD de Santa Cláusula (1994) como ritos mandatorios de la época. Hoy en día pienso en los catálogos de cine navideño sobre la realeza que abarrotan Netflix. El género (si es que se le puede llamar así) tiende a cruzarse con la fantasía, ya sea a partir de elementos mágicos o del retrato de un mundo plásticamente bueno. La realidad se estira hasta volverse indistinguible: se transforma en un deseo.
Pero como siempre, está la otra cara de la moneda, donde el invierno, más acorde a sus exigencias, se vuelve en un escenario inhóspito e indiferente. Donde las navidades, como sucede en el tercer capítulo del Decálogo (1988-1989) de Kieslowski (Santificarás las fiestas), mientras alivian las conciencias de unos, potencian la soledad del solitario. En la clásica El Resplandor de Kubrick, el invierno acecha como fuerza omnipresente que encierra a los personajes en un hotel de fantasmas (los propios y ajenos): la estación se vuelve en un cataclismo opresivo que confronta a los personajes contra el terror que habita en el mundo, y por ende, en sí mismos. Mientras que en la convenientemente titulada Luz de Invierno (1963) de Ingmar Bergman, el nevado escenario exterioriza la duda religiosa. Paul Schrader retomaría esta idea en El Reverendo (2017), donde mientras la nieve sigue acogiendo la angustia de un creyente, la blanca naturaleza contrasta con la amenaza climática que atormenta al protagonista de la historia. Esa nieve, esa quietud, interrumpidas por un mundo que se desmorona. La promesa parece engaño.
Epílogo primaveral
La Mujer de los perros (2015) de Laura Citarrella y Verónica Llinás trata de una mujer sin nombre que junto a una manada de perros, vive ajena a la ‘civilización’. Posiblemente padezca de una enfermedad crónica. La película transcurre a lo largo de un año: cuatro estaciones. Tras el duro invierno, llega la primavera: la mujer cultiva lechuga, hace el amor con un hombre en el bosque y escucha su poesía; junto a sus perros asiste a una fiesta automovilística y contempla el atardecer. De regreso a su hogar, en una pradera, la mujer cae… poco después, se levanta. Arriba verano, descenso otoñal, invierno estático, levántese primavera. El cuento natural.