Ella y yo éramos amigos. Nunca nos identificamos como amantes, creíamos que aquello era una mera convención burocrática. Nosotros éramos amigos y nos amábamos, no era necesario añadirle un título mayor a lo nuestro. Ella se casó primero y también se fue de este mundo antes.
Sé que pensó en mí antes de morir; pensó también en la lluvia, en su vestido favorito y en las mariposas. Era una mujer alegre, optimista. Ella fumaba para reír y para bailar. Era de esas mujeres que uno mira fijo cuando entran a la habitación; cautivaba al ojo más riguroso, enamoraba sin mayor inconveniente.
Ella y yo nos reunimos en la misma cafetería, los días ocho de cada mes, durante cincuenta y cuatro años. Al principio, aquel hábito fue la cálida aventura de dos jóvenes estudiantes, pero con el paso de los años se convirtió en una especie de rutina ineludible. Así como uno se levanta y camina directo al armario sin siquiera mirar al techo, nosotros aprendimos a amarnos sin grandes cálculos.
A esta edad uno habla sin miedo y no tengo temor en confesarlo: ella fue el amor de mi vida y, de alguna manera, yo fui el amor de la suya. Cuando murió, llegué con flores a su velorio. No quise verla en el féretro. Ella hubiese estado de acuerdo con esa decisión. Las flores en mis manos presumían un sutil tono rosa, eran sus favoritas, olían a ella.
Sé que pensó en mí antes de morir porque yo pienso en ella ahora. Y veo a mi mujer, a mis hijos y a mis nietas alrededor mío, y en verdad que a todos los he amado bastante. Pero sé que ella pensó en mí como yo pienso en ella, que nuestras palabras y nuestras caricias permanecieron siempre intactas en lo más profundo de nuestro corazón. Porque mi vida siempre le perteneció a ella y mi muerte, en cierta forma, también.