La primera sensación de placer y seguridad la tenemos los humanos al ser amamantados, al recibir nuestro primer alimento el mundo se llena de calor, de olores, nos abraza y nos besa para siempre con esa primera huella de placer.
La leche es el alimento primero, dulce, líquido, suave y tibio; después, según la cultura de nuestra tribu, vendrán blandas papillas, purecillos hechos con las verduras y cereales que han acompañado la sobrevivencia de nuestros ancestros desde el principio de los tiempos y que nos bautizan en la herencia culinaria del clan, como el arroz, el trigo o el maíz, tubérculos variados como la mandioca, la papa o el camote, por citar solo algunos.
En nuestro país, calabacita, zanahoria, papa y chayote cocidos y hechos puré, repiten y refuerzan la delicadeza dulzona del primer alimento e introducen una nueva textura que sigue siendo ligera y tierna.
Frutas iniciáticas son las manzanas, los plátanos, las peras… todas ellas raspadas con una cucharita diminuta que encontrará ese piquito adorable, bermejo, gordito, que ponen los bebés cuando esperan el siguiente bocado de esa maravilla nueva que les sacia el hambre y les llena de sabores la boquita, de recuerdos la cabeza, de sensaciones el cuerpo entero y de certezas de amor y protección el corazón, que ya lo entiende todo.
Comida y afecto tienen una larga historia de asociación, las madres alimentamos para expresar amor, y todos en general muchísimas veces nos damos atracones de ciertos alimentos para saciarnos de cariño cuando éste nos falta. Tan poderosa es la memoria de la primera infancia.
Cuando somos padres y madres intentamos conseguir que nuestros hijos coman de forma saludable, en cantidad suficiente, con sentido del placer y la alegría de disfrutar de nuestras ofrendas, todo al mismo tiempo y en cada comida del día… sufrimos terriblemente cuando nuestros retoños se niegan a probar siquiera la comida buena que les hemos presentado en cualquier número de maneras posibles. Las proteínas son especialmente infernales ciertos días en los que carnes, pescado, pollo, jamón regresan a la cocina tal como salieron de ella. Con el ánimo en alto y la creatividad al poder, presentamos las verduras en puré, en soufflé, en crema, sopa o hasta en gelatina y son celebradas un día, pero odiadas al siguiente. ¿Cómo se le vende la idea de que la carne es exquisita y la verdura fascinante a una testaruda criaturita de dos años?
Hoy en día, ya con muchas canas en la cabeza y muchísimo tiempo disponible, he empezado a dejar de preocuparme un poco y comienzo a maravillarme con la imagen de mis nietos frente al refrigerador abierto, escogiendo lo que prefieren comer. Si no tienen hambre simplemente cerrarán la puerta y se irán por ahí a ocuparse de cosas más interesantes. Si tienen hambre comerán. Ese es un principio fundamental que he tardado siglos en empezar a respetar. Si tienen hambre y les ofrecemos cosas buenas, escogerán alguna y rechazarán otras. Comerán con gusto y rapidez y en un cierto momento se detendrán y no habrá manera de que vuelvan a empezar. No importa si la ración no se ha terminado o si, por el contrario, han pedido más. La cantidad casi nunca coincide con aquella que una calcula, cuándo comenzar y cuándo parar es un misterio que los pequeños regulan escuchando a su cuerpo. Claro que si les ofrecemos helados, caramelos y chocolates también escucharán a su cuerpo y se abalanzarán sobre ellos, cualquier cerebro en su sano juicio sabe que la energía casi intravenosa del azúcar libera una cantidad de dopamina maravillosa, y nada le gana a esa sensación de placer.
Aprendemos a comer observando y compartiendo lo que en nuestra cultura es bueno y deseable para comer y así, nuestras preferencias alimentarias tienen un fondo personal que tiene que ver con nuestros propios gustos y nuestra personalidad, pero también un fondo social en relación con aquello que hemos aprendido en la mesa de la cocina, la del comedor de la escuela, la mesa de los amigos, en la tele y hasta en el carrito de la calle. Así como aprendemos a comer chatarra, también podemos aprender o ‘reaprender’ a comer sano ¡y disfrutarlo! En la primera infancia comemos con todos los sentidos puestos a la tarea: las manos, la boca, la nariz, ¡toda la cara juega con las sensaciones, los olores y las texturas en una explosión feliz en donde la pulcritud y el orden no tienen ningún sentido! En esa época inocente y sencilla es tan fácil, tan natural escuchar al cuerpo y entenderlo… Que la próxima vez que la comida chatarra me tiente con sus glutamatos monosódicos, sales, azúcares añadidos y grasas saturadas, poliinsaturadas, monoinsaturadas y trans, creo que buscaré un buen mango de manila para llenarme de su bellísimo desorden y luego, con los brazos y la cara escurriendo de placer, mandaré un beso pegajoso a mi recuperada niñez interior.