Mucho se ha escrito sobre aquello de que hay árboles que nos impiden ver el bosque y que los seres humanos nos parecemos más a nuestro tiempo que a nuestros padres. Estos aforismos, que parecen creados para esta posmodernidad donde ya todo fue vaticinado (desde el fin de la historia hasta el apocalipsis zombi ocasionado por las enfermedades zoonóticas y la emergencia climática), arrojan luz sobre cómo concebimos nuestro tiempo y sus ideas.
Los árboles y su relación con el bosque
Wittgenstein (1921) advertía —en la primera edición del Tractatus— que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” (§ 5.6). Sin entrar en todo lo que acecha detrás de esta frase, básteme con decir lo obvio: hay una relación estructural entre el lenguaje y aquello que describimos gracias a este. Sin embargo, no se necesita ser Wittgenstein para percatarse de que usamos las palabras en la medida que las entendemos y que, para mala suerte de los lingüistas, muchos de los significados de una palabra dependen del contexto.
Sin embargo, esto oculta algo valioso que valdría la pena aplicar fuera de la filosofía y que ya sabían las abuelas: en vez de elucubrar sobre la estructura lógica de algo, ¿no es mejor conocer su uso como reflejo de las personas que lo emplean? ¿Para qué perdernos en una multitud de significados o la lógica que sostiene la definición de una palabra? ¿No es mejor concluir como Wittgenstein (2017) que “el significado es el uso” (§ 43)? Es decir, no me digas qué es algo, mejor dime cómo se utiliza.
Esbozaríamos así nuestra vivencia del mundo a través de signos lingüísticos que, en su oralidad o aparente irrelevancia, se pierden antes de tomarse como algo valioso y que son reflejo de la identidad en nuestras comunidades. Para ver esto basta con viajar de un municipio a otro, ya no digamos a otro país, y convencernos de que aun hablando el mismo idioma, es un milagro que nos entendamos en ciertos aspectos. Esto no significa que nuestra visión del mundo debe prevalecer sobre otras, sino que nos advierte del papel que juegan las palabras cuando estructuramos la realidad, siempre personalísima, y qué representan en nuestra experiencia del mundo.
Quizá este sea un buen momento para reflexionar qué palabras son las que más empleamos, cuáles son —si las hay— las que nos quitan el sueño y cuáles nos transmiten, al evocarlas, una sensación de euforia, sosiego, enojo o alegría. Cada una de ellas es un árbol que, muchas veces, nos impide ver el bosque.
El bosque talando sus propios árboles
Pero si creemos en la identificación del lenguaje significativo y el pensamiento, entonces no hay que ignorar cómo las palabras, que son parte del mundo, se incorporan a nuestra realidad —y al pensamiento— a través de su dualidad uso-significado. Esto ocurre, como cabría esperar, a través de los dispositivos y medios que nos bombardean contenidos de manera casi ininterrumpida.
Tomemos como ejemplo la palabra “bienestar”. Este término, como señaló Wittgenstein (2017), pertenece a una colectividad, pero nunca a un individuo (§ 243-271). ¿Cómo es esto posible? Fácil, para mí es imposible saber si aquello que otros llaman “bienestar” es exactamente lo mismo que designo con este nombre, porque solo puedo experimentar un bienestar: el mío. Es a través de otras manifestaciones (una vida holgada, tranquila, sin preocupaciones y que encuentra satisfacción en ciertas actividades) que la colectividad utiliza esta misma palabra para referirse a lo que cada uno siente individualmente, aunque nuestras experiencias estén lejos de amoldarse no solo a esta palabra, sino (casi) a cualquier otra.
Lo anterior se complica cuando intentamos saber qué es lo que cada uno entiende por “holgada”, “tranquila”, “sin preocupaciones”, etc., ya que hablamos del lenguaje desde el lenguaje mismo y esto encierra un círculo vicioso del que es imposible salir. Pero si el significado es el uso, los límites del lenguaje —que, como habíamos dicho, eran los límites de mi mundo— rebasan lo meramente descriptivo, y el “bienestar” tendrá carta de ciudadanía en todos esos ámbitos donde podamos asociar dicho término con un conjunto de señales comunes que transmiten una experiencia interior. Así, nuestra noción de “bienestar” será distinta en todos los contextos que no tuvieron otras generaciones; por ejemplo, interactuar en redes, definir nuestra identidad de género, compartir memes, ser influencer, hacer shitposting, difundir mensajes de mindfulness, perrear, grabar un TikTok, vibrar alto, combatir la amsiedad [sic]... La lista sigue y se actualiza vertiginosamente, dejando fuera a todos los que no tengamos suficiente resiliencia para asimilarla.
No hay duda de que —gracias a las palabras— nos parecemos más a nuestro tiempo que a nuestros padres.
Referencias
Wittgenstein, L. (1921). Tractatus logico-philosophicus. Londres. Routledge & Kegan Paul.
Wittgenstein, L. (2017). Investigaciones filosóficas. Ciudad de México. Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM.