Una cantaleta que resuena constantemente en las charlas de café con pretensiones de moderar un perfil del buen conocedor del séptimo arte es que el cine mexicano es “una basura y nada de lo que se hace se compara con Hollywood o el cine europeo”.
Suponiendo que esta sea una buena manera de comenzar el análisis de las condiciones que hacen de la cinematografía contemporánea mexicana un bodrio, tendremos que ser consecuentes en el aspecto al que apunta esta sentencia, y es la devastadora idea de que no hemos superado el constructo de que en México no se hacen cosas de calidad, en términos generales.
¿Qué es nuestro cine?, ¿qué es lo mexicano cuando hablamos de un discurso cinematográfico nacional?, ¿hay buen cine? y de ser así, ¿cuáles son las cualidades que lo hacen buen cine? Son algunas preguntas que me he hecho al escuchar hablar de los supuestos en este tema y creo entender que en muchas ocasiones es debido a lo que nos brindan los realizadores y en mayor medida los circuitos de distribución y exhibición del cine en México; sin embargo, la creciente ola de modos de consumir cine ha abierto una ventana que nos pone en una paradoja del espectador, que a continuación, me gustaría desarrollar.
Los modos de ver
Cuando hablamos de consumir, siempre hay un esquema para acercarnos a este ritual que es resultado de un aparato que nos hace cómplices de ciertos intereses que apuntan a un bien común que se suele capitalizar para reflejar ganancia o pérdida. Los éxitos de la industria se pueden cuantificar y se centralizan en una jerarquía que valida la viabilidad de ésta. Un ejemplo es que ya podemos hablar de un proceso de la industria cultural; es decir que ya existen métodos, manuales y procesos que homogeneizan las formas y modos de operar, pero esto no garantiza que exista un mercado preparado para consumir todo lo que ha sido pensado para su goce.
Cuando hablamos de cine mexicano ¿qué vemos?, o bien ¿qué recordamos y traemos a la mente? Hay un gran acervo fílmico que pudiéramos citar, pero parece que las variables son el ‘cine de oro’, el cine de ficheras y el tipo de cine que trajo Sexo, pudor y lágrimas (1999) de Antonio Serrano. Esto nos ayuda a entender mejor el análisis que se entreteje aquí, pues, en principio podemos notar que el imaginario colectivo construido a partir de ¿cuál es el cine mexicano que pensamos? nos da pistas para reconocer que la impronta es evidente: el discurso capitalino o chilango es el predominante. El sector de producción audiovisual se concentró durante años en la capital reforzando sus cimientos tras el TLC (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) y se consolida la industria del cine mexicano en un panorama donde no solo hay inversión gubernamental para la producción de una película, sino surgen las coproducciones.
Esta nueva era de producción de capital privado con proyectos de coinversión federal generó un ola de cine hecho por directores que difícilmente hubieran concretado una producción sin estos apoyos, pero también provocó un sesgo donde solo se acepten cierto tipo de proyectos con características y discursos que atiendan a lo que un jurado considere óptimo para ser adaptado —hablando de los apoyos de coinversión federal—, pues como se ha mencionado, las industrias buscan cubrir intereses que den manutención a las mismas mecánicas que lo validan como el sistema a seguir.
Si me preguntan, gran parte de los discursos de estas películas son el resultado de un proceso político y económico. Seré más franco, hay momentos del cine mexicano que, con precisión dramática, han retratado la hegemonía de la vida chilanga, violencia intrafamiliar, crimen organizado, etc., fruto de las carencias que ha padecido México durante años, llevado de la mano de un discurso visual que hace proclive que solo se entienda el discurso narrativo de un cierto sector de la sociedad y algún otro que sea considerado una anomalía en detrimento de la diversidad de los modos de vida, modos de ver. Esto también genera un panorama estandarizado de lo que se-debe-consumir o mejor dicho, se-debe-ver; es por este acto de monopolizar los discursos visuales a través de la industria que hemos caído en prácticas que derivan en una fantasmagoría en las formas de entender las ficciones, pues todo aquello que está en el discurso predominante se convierte en un acto científico de recluir un fenómeno que opera solo cuando se piensa dentro de la sala de cine.
Quisiera que existiera una forma de hacer más visibles las ficciones o propiedades intelectuales que escapan de los discursos dominantes y dan mayor sentido a la idea de realidad. Ser objetivos y alienantes ante las interpretaciones de la realidad nos vuelve burdos y fanáticos de los hechos, supongo que por ello nos volvimos creyentes del cine y no observadores. Somos fanáticos de ver reacciones de gente que ha visto las películas o series por nosotros y olvidamos que el cine también está hecho para que nos creamos capaces de entender la realidad y la ficción.
Las historias que narramos en el cine pueden ser simples en su estructura, pero la complejidad deviene del espectador y los realizadores al momento de hacer ese pacto tácito de apreciación que hay en la sala de cine, no con una reseña o crítica pormenorizada.
Desaparecer y aprender
Dentro del panorama nacional nos podemos dar cuenta que lo que hace característico a las narrativas en el cine es la desaparición forzada, el problema de la identidad de ciertos grupos étnicos que han pasado por un proceso de retradicionalización, familias que reestructuran su identidad por la partida de algún familiar que cruza la frontera, ficciones que exploran la vida de gente que posiblemente estén retratando un sector que no todos podemos alcanzar, son algunas de las tramas que solemos ir revisando en varias películas que se han hecho en los últimos 10 años, lo cual es un avance significativo respecto a las temáticas de nuestro cine, pues el hecho de haber desaparecido del ojo expectante de un público que se entendía solo en la capital, parecía algo que se revisó tanto que nos urgió a aprender de ese género que también conforma México y que muy despectivamente la gente llama “el cine de provincia”, aunque me gusta llamarle el cine fantasmal, porque todos sabemos de una que otra película que no es un churro de comedia romántica, pero nunca la hemos visto, así como los fantasmas.
Supersticiosamente creemos que nuestro cine solo sirve para ser visto en festivales o por algún extranjero que admira nuestra idiosincrasia desde el exotismo. No me lo tomen a mal, creo que la importancia de aceptar que en nuestro cine está ese sentido de desaparición o espectralidad es lo que nos ayudaría a entender que las calles también son habitadas por historias que pueden ser leyendas que colorean ese vacío que hay entre el amanecer y el afelio nocturno. Me gustan mucho las historias de fantasmas y aceptar que algo puede ser dentro de lo cotidiano, es porque hemos aprendido a escuchar y ver las diferentes realidades que no hemos podido industrializar.
Quisiera hablar más del panorama del cine contemporáneo en México, pero esa labor también está incrustada en uno mismo que se hace partícipe de estas dinámicas como lo son los institutos de cultura que promueven el acercamiento de cualquier persona a las diferentes perspectivas que le dan pluralidad a la escena cultural del sector.
Por eso invito a cada uno de los que han llegado aquí, a dejar de pensar de manera paradójica en donde creemos que no hay buen cine, pero tal vez nunca hemos tenido el ímpetu de buscarlo. Eso solo provoca la viciosa necesidad de continuar dándole motivos a la “industria” de que decidan por nosotros. El cine dejó de ser formalmente a blanco y negro hace 90 años, pero pareciera que nuestras estructuras de consumo siguen siendo contrastantes, evitando la complejidad de historias.
Veamos nuestro cine y dejemos de lado los prejuicios del mito del buen cine, porque para aprender que existe buen cine, también hay que ver “buen mal cine” que nos saque de la conformidad de un universo narrativo hecho a la carta. No cerremos las ventanas si nunca hemos entendido por qué están ahí, pero tampoco hay que romperlas si no estamos dispuestos a ventilar nuestra mirada.
Entremos a esa casa embrujada del cine mexicano para escuchar lo que evocan las salas de cine como Cine La Mina, el Cine Martes de Terraza, el CineClub de la Universidad de Guanajuato, y el mismo CineClub del Instituto Cultural de León, por mencionar algunos espacios a nivel estatal que dan forma a ese espectro llamado cine mexicano.
Las ventanas son para quien busca ver más allá.