Absolutamente todo, disminuido a sus redundancias (sobre todo a las físicas), puede ser absurdo, pero esa redundancia no creo deba ser tomada con ligereza o evitada como sinsentido del pensar. Al contrario, saber que somos chistes es una tarea vital y desesperante. El poder balancear el peso que ejerce el cine en nuestro espíritu con el conocimiento de su fragilidad puede enloquecer a quien más se autoconvence del poder de las imágenes: que las imágenes pueden cambiar al mundo, que hay películas importantes que deben verse, que el cine es esencial. Nada que personalmente niegue, mas sí deseo desvirtuar, por lo menos en este texto.
Yo, que escribo solemnemente al respecto, intento practicar con humildad esta autoconciencia de mi comicidad —para nada chistosa—, con la seriedad que el humor merece: como un rostro estoico contándote un chiste antes de explicarte a detalle por qué el chiste es chistoso. O sea, un chiste en sí mismo.
La solemnidad del cine tiene varios rostros: las canonizaciones del clásico hollywoodense o el prestigio de los festivales europeos; las premiaciones y gargantuescas ganancias monetarias; las pantallas atravesadas por genios y que cobijan belleza; su omnipresencia tecnológica. No obstante, tales hitos sólo se oficializan en el occidente del primer mundo.
Aunque Latinoamérica cuente con una envidiable cultura del festival de cine, una enorme historia cinematográfica y bellísimas tradiciones fílmicas, mucha de esa apreciación parece surgir a manera de contraste frente al mayúsculo achicamiento geopolítico. Nuestro cine, su historia y su lugar en el mundo como resistencia. No poder hacer más que resistir abona a un discurso bastante desesperado del cine como ‘necesidad’ y su ‘importancia’, siendo ésta una de las trincheras donde se combate la hegemonización cultural.
Es en la creación de estos discursos, alimentados por los titanes imperiales del cine, los que tarde o temprano sucumben al pozo de la solemnidad, similar a una cámara de eco: la constante reiteración del otro cine, al mundo que le es dispensable, es un detalle perdido en los dolores de nuestra condición globalizante. Autoconservación de la desesperación. Combatir las jerarquías en su entendimiento. Nosotros somos los otros, nunca lo principal. ¿Mas por qué debería haber un principal? Esa búsqueda del combate, del brillo opuesto con base en el dominio, produce la rabia. El exceso de rabia mata el humor. Y si en la vida no hay humor, moriremos con muecas. Vincular el amor y la rabia es la respuesta del sentido.
Aceptarnos absurdos es renunciar a todo ello y permitirnos el vacío, el oxígeno, la falta de todo lo que nos remueve el estómago. Saberse objeto de la risa es rehusarse a la asfixia.
Sí: todo esto emana de un cinéfilo que escribe en redes sobre cómo La la land le cambió la vida y su sueño ahora es ganar el Óscar; cuando nos recordamos de maneras variopintas la pobreza de nuestra industria nacional; cuando coronamos a Guillermo del Toro como el gran cineasta mexicano a pesar de trabajar con modelos que nos son completamente ajenos; cuando cada una de las líneas previas es tecleada con amargura. Esta bilis que vomito, este sentimiento del contrario que aquí expreso, criticando estas actitudes al fijarlas, es una expresión más de esa anímica que me supera a mí y a todas esas opiniones: yo, que por expresar con estas letras la banalidad del otro, elevo la mía. Para elevarse uno debe entenderse en el suelo. En esta búsqueda intoxicada que desea afirmar nuestra cinematografía y cinefilia, lo correcto sería vernos como criaturas del subsuelo. Así, el cinéfilo podrá ser libremente mutante: un hombre polilla, quizás. Ser de la oscuridad, hipnotizado por la luz.
La cinefilia está sobre-intelectualizada, es sobre-opinativa, sobre-combativa. Es el bastión de muchos que no ven sentido más allá de la imagen. Es la excusa de quienes no saben actuar conforme a sus ideales. Es la simulación de belleza para quienes no la saben encontrar en el mundo. Recordar que los estereotipos tienden a cargar su porcentaje de razón, del porqué son. Somos una comunidad pedante y egocéntrica. ¿Mal a combatir? Quizás. ¿Posible de solucionar? Quizás.
Actualmente, la cinefilia viral no es más que parte del ruido. Buscar entender —como problemática concreta— nuestra hongosa actitud sería asimilar la forma en que el cinéfilo entiende a las grandes audiencias: víctima y victimario de un problema mayor como la mercantilización del cine, el desatenderle como arte o el de preferir la chatarra. Postura generalizante que muchas veces nace del clasismo, elitismo y el ‘pedestal’ de la cultura. ¿Con una pizca de verdad? Quizás. ¿Es posible resolver una visión problemática con el razonamiento de esa visión? No sé. No creo. Raramente respondemos nuestras preguntas. Nos refugiamos, sin admitirlo, en la consolación de la duda, en el que no existan respuestas difíciles, solo intentos y errores de la imaginación. Si la duda es norma, ¿qué defendemos?
Y si uno toma distancia y procesa todo este paisaje de cinefilias y cinematografías, algo se puede ver con evidente facilidad: el absurdo. La cruzada pasional y personal del individuo y su comunidad en un tema con el que, entre más se compromete más se comprime, pretendiendo seguir hablando sobre y para lo popular cuando la distancia que se ha tomado es planetaria, es alta ironía. Imaginar una personita que parece ratoncito, aventada al vacío del espacio mientras sigue hablando en tonito chillón sobre las tendenciosas Palmas de Oro y la ideología del blockbuster. Cuando piensas tu casa, después tu barrio, después tu ciudad, después tu estado, después tu país, después tu planeta, después el universo hasta que ya no te puedas considerar ni granito de arena entre todo eso, cualquier cosa, sin importar qué, se puede volver absurda.
Mi cinefilia me ha llevado a malnutrición, discusiones acaloradas, conflictos familiares, malas decisiones financieras, pérdidas irrecuperables de tiempo, obsesiones poco satisfactorias, caminos de arrepentimiento, vergüenzas públicas, pensamientos trastornados, miradas inestables, humor morboso, desensibilización de la violencia, banalización del dolor. Ahora pensar en el escritor acalorado que conforme escribe se da cuenta del absurdo de aquello que escribe sobre el absurdo: pensar en que se toma una pausa, da un par de vueltas sobre sí mismo, se vuelve a sentar, se vuelve a levantar, sale de la casa, vuelve a entrar, camina de un extremo a otro, vuelve frente a su computadora y continúa escribiendo justo esto mismo que se lee. Pensar entonces en el poder del cine. Quizás nuestro error sea entender ese poder de manera metafísica cuando éste es puramente físico: el de mover a un escritor, como fuerza gravitacional, de un lado a otro.
Sé que escribí que el saberse chiste es una cosa seria… pero eso quizás sea mi falta de carisma tecleando. Otros juzgarán. Si de algo práctico (evolutivo) puede servir todo esto, será como desahogue: que en este texto se descubra fuerza para limpiar el mal vivir. Así, como he vuelto del cine mi vida, me limpio y escapo de ella con estas palabras, ya que cuando el cine es vida, la vida se vuelve el escape: mirar las flores, el aire y el cielo contaminado; hacer ejercicio; defecar en paz (o en dolor); repetir un movimiento una y otra vez; perder dinero y ganarlo; actuar según lo que uno cree; ser amable y ser violento; amistar y estar solo; soñar con sueños reales, nada de metáforas. Las maldades del cine son exclusivamente suyas, sus bondades se las prestó el mundo. Que el mundo sea escape de esta prisión a la que acepté condenarme…
Buena esa última línea, ¿eh? Como el perrito persiguiendo su cola. Cuando se termine de escribir y de leer esto lo que sigue es pensar: Ummm, ya hace hambre. Qué calor.