Cristina, leonesa de nacimiento, creció en una familia donde la música es parte del día a día; desde siempre tuvo un instrumento en las manos, pero no siempre estuvo muy claro que el violoncello era el camino a seguir.
“Yo creo que desde los cuatro años ya me habían puesto el violín. Mi papá es violinista y pues tocó, tenía que estudiar violín”, nos platica en entrevista para Alternativas. “Siempre tuve la necesidad de hacer música y siempre estuve metida en muchas cosas artísticas. Mi papá era maestro de la Casa de la Cultura y todas las tardes estaba en la Casa de la Cultura. Yo era prácticamente la ‘dueña’, contestaba hasta los teléfonos, pasé por la clase de grabado, por la clase de gimnasia, de ballet”.
Luego de incursionar en varias disciplinas e instrumentos, coincidentemente se encontró con el cello, con su corpulencia física y sonora, con una presencia que la asombró.
“Yo creo que ya tenía 11 años, la Sinfónica venía a León a hacer temporada de verano todo agosto, hasta el 15 de septiembre que cerraban con el aniversario del Teatro Doblado; esa temporada me acuerdo que fue de Tchaikovsky. Yo, adolescente, iba con una amiga, me acuerdo que a ese concierto llegamos tarde, subí corriendo, abrí las cortinas, topé con la barda y estaba el maestro Carlos Prieto tocando las variaciones rococó de Tchaikovsky, cuando lo escuché dije «ya sé qué quiero hacer, voy a tocar el violoncello»”.
Cristina se puso a estudiar violoncello de lleno, un instrumento que no gozaba de mucha popularidad en ese tiempo. “Empecé a estudiar, pero en la Escuela de Música (de Guanajuato) solamente éramos tres personas las que tocábamos el cello: Aurora Cárdenas, que ahora es la directora del Conservatorio de Celaya, otro compañero que se llamaba Luis Miguel, pero él lo hacía como por hobby, y yo; éramos todo lo que había”.
Su trayectoria como estudiante y luego como artista e intérprete fue avanzando, presentaciones aquí y allá, comenzó también a dar clases, a formar a jóvenes que se interesaban en este instrumento, —afortunadamente para ella— cada vez más numerosos. Cristina cuenta que esa popularización, entre otros muchos factores, tuvo que ver con una banda de metal alternativo.
“Empezaban a llegar los chavos «es que quiero tocar el cello» y yo les preguntaba, «¿por qué el cello?, es que hay un grupo, Apocalyptica, de metal, que son chelistas»”, recuerda.
Como intérprete, Cristina fue creciendo, pero su destino tomaría otro camino. Siempre fue insistente para organizar, como alumna: un dueto, otro cuarteto, intentó una orquesta; como música o maestra siempre quiso extender su experiencia y compartirla en esfuerzos compartidos.
“Como todo joven que inicia una carrera musical uno dice «yo quiero ser el gran solista, el gran artista», y bueno, las cosas son diferentes”.
En esos primeros esfuerzos en su andar por la gestión, creó una orquesta que hoy, 20 años después, sigue viva: la Orquesta de Cámara de León; luego llegó el Festival, cuyo génesis se remonta casi 10 años antes de su primera edición.
“Todo empezó en el 2009, yo estaba embarazada de mi segunda hija, me llegó un correo electrónico del Conservatorio de Celaya invitándome a una masterclass y un curso de pedagogía del violoncello y dije «bueno, ahorita estoy un poco empolvada, pues voy», y ahí conocí a Iñaki Etxepare, que fue el ponente”. Ella quería llevar a sus alumnos a este curso, pero se dio cuenta que era más fácil traer al profesor. “Dije, «no los voy a traer a todos, es más fácil que me lleve al maestro» y para pronto lo armamos al siguiente año, en el 2011, para Semana Santa organizamos un par de conciertos y aquella vez se juntaron como 12 o 13 alumnos de cello”.
Ese pequeño encuentro se repitió algunos años más, con otros invitados, nuevos maestros y cada vez más cellistas, para entonces una comunidad numerosa que ya quedaba grande para estos encuentros.
“En ese momento unos cellistas cubanos me hablaron y me dijeron «oye, es que hicimos un cuarteto con nuestros hijos y queremos tocar, no sé si en León haya la oportunidad. ¡Ay, por supuesto! ¡Vamos a hacer un festival, vénganse!». Sacamos la convocatoria a nivel nacional, se juntaron 40 cellistas en 2017, que fue el primero”, recuerda Cristina.
Esa primera edición del Festival Internacional de Violoncello —FIV— llevó el nombre de Samuel Máynez Vidal, a manera de homenaje al compositor mexicano, uno de los más prolíficos en la música para violoncello.
Las ediciones continuaron año tras año y hoy, el Festival es un punto de encuentro para ver a grandes artistas internacionales en la ciudad, un espacio para compartir y convivir.
“Entonces, me he dado cuenta que para los jóvenes, a nivel nacional, sí está teniendo un impacto importante porque empieza a ser el punto o lugar donde ellos saben que pueden hallar maestros que no van a encontrar en otro lugar, porque es el único festival de violoncello en la República”, explica la directora del FIV.
“De verdad estoy sorprendida, creo que no me ha caído el veinte de qué alcance está teniendo el festival. Yo me he sorprendido de maestros que me dicen «¡ah claro!, sí, yo ya sé de tu festival». No sabes hasta dónde va a llegar, «yo te conozco porque eres artista y porque tienes discos, porque te he escuchado y porque te veo en YouTube, pero ¿tú por qué sabes de mí?», se pregunta Cristina en cuanto a la difusión que el FIV ha logrado en una comunidad que año con año lo pide y lo disfruta.
El festival, con sede en León, ha traspasado las fronteras de la ciudad y Cristina ha sabido llevarlo a otras latitudes.
“He logrado sacar actividades a otras partes de la República. Este año hubo un concierto con la Sinfónica de Aguascalientes, el año pasado, aunque fue fuera de la temporada del festival, pero como parte de éste, vino Santiago Cañón, participó en el Concurso Nacional de Violoncello, que se lleva a cabo en Monterrey, fue jurado y aparte tocó como solista en Monterrey y en Coahuila. También en los periodos del Festival se tuvieron dos conciertos en Zapopan, el año pasado. Este año hicimos dos en Irapuato, dos en Guanajuato capital y uno en Cortazar”, relata.
Hoy, Cristina, la artista, ha volcado su mirada y esfuerzo a la gestión, posicionamiento, fortalecimiento y evolución de un festival que le ha dado un crecimiento exponencial a la comunidad cellista de la ciudad y el país.
“Mi perspectiva ya cambió totalmente, cambió porque ya no estoy viendo solamente qué pasa aquí, mi interés ya está empezando a ver qué pasa afuera que pueda enriquecer mi aquí, mi ciudad”, complementa con una visión, una perspectiva, que se maximiza con una generación de cellistas que ahora tienen un espacio para crecer en colectivo.
“Este año me conmovió mucho, me llenó de satisfacción ver en las redes que decían chavos así de «¡ay!, las cosas bonitas que deja el Festival de León», y abrazados, «nos reencontramos en el concierto en Querétaro». Se vuelve comunidad, se vuelve algo más allá del puro concierto”.
Cristina Ponce comenzó en el violoncello como un instrumento nada popular en Guanajuato, pero ella, junto al esfuerzo de muchas personas e instituciones que han creído en su trabajo, han logrado hacer un festival internacional en su ciudad; porque la gestión cultural es una obsesión, una obsesión que puede construir público, comunidades y artistas.