INSTITUTO CULTURAL DE LEÓN

La voz y el paisaje

La relación entre la voz, la oralidad y el espacio en el cine documental: testimonios que trascienden el tiempo y reviven paisajes y memorias.
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Miguel Domínguez
Y en el pedestal se leían estas palabras: “Soy Ozymandias, rey de reyes. ¡Contemplad Mi obra, poderosos! ¡Desesperad!”. La ruina es un naufragio colosal. A su lado, infinita y legendaria Sólo queda la arena solitaria. Percy Bysshe Shelley

Mientras planeaba este texto, le estaba dando vuelta a las últimas páginas de La guerra no tiene rostro de mujer (Debate, 2018) de Svetlana Alexiévich, compilado de testimonios de veteranas rusas de la Segunda Guerra Mundial. Hay docenas de pasajes cautivantes y desgarradores, pero de las imágenes que más me seducían eran las de la naturaleza: bosques, flores, prados, trigo, el cielo azul en días soleados, parvadas de pájaros abatidas por metrallas, la nieve regada de sangre y los cientos de cuerpos enterrados bajo la sombra de árboles. Me conmovió mucho la silenciosa relación entre la historia y el espacio: un discreto confidente cuya belleza nos ciega a su cruel indiferencia. Un extenso organismo que olvida por instinto, por lo que nosotros, para combatir nuestra desaparición, elaboramos la memoria, y entre sus muchos mecanismos, la oralidad resiste como uno de los más antiguos. La voz, igualmente capaz de preservar como de tergiversar el pasado bajo la merced de la subjetividad que lo recuerda, transformado en un prismático de voces. La historia la narramos nosotros, todo depende de quiénes hablan y a quiénes escuchamos. 


Algunos paisajes son cadáveres. Algunas voces pueden resucitarlos. Al igual que el pasado, el paisaje está a merced de quien lo narre. No obstante, en el caso literario, la voz y el paisaje son siameses: la voz da vida al paisaje, pero el paisaje es la voz misma, existe a través de las palabras. La literatura hace del paisaje una construcción total. Mientras tanto, aunque del cine no se pueda decir exactamente lo contrario, si nos ajustamos a la analogía del siamés, en el montaje la voz y el espacio no estarían unidos en cuerpo, sino en recorrido: cada uno caminando en paralelo hacia el mismo destino. 


Sin que la oralidad escasee en el cine (para nada), ésta siempre ha sido algo que en papel parece difícil de justificar. Contradice esa idea de “muestra, no digas”, cuadradísimo a mi parecer (pero porque a mi parecer cualquier parámetro artístico es un cubo). Sin embargo, el audio ya desde hace mucho mucho mucho demostró su capacidad, no de existir junto a la imagen, sino de ser parte de ella, y la oralidad, como recurso dentro del recurso, ha tenido cabida en ello de múltiples maneras (voces en off, cabezas parlantes, la exposición, películas centradas en diálogos, adaptaciones teatrales). Pero a pesar de esto, se infiere que el cine sigue priorizando a la imagen como narradora sobre la voz. Cuando la voz domina se lanza la pregunta: ¿eso no se pudo contar con la imagen? Hay varios casos en que la respuesta es sí y que además sería preferible. Pero hay otros en que la voz es no solo crucial, sino el punto total. 


Shoah (1985) de Claude Lanzmann y Dead Souls (2019) de Wang Bing me parecen películas especiales y cruciales para entender la relación entre la imagen, la voz y el pasado. Ambos son documentales masivos, siendo algunos de los más largos en la historia (Shoah dura ¡9 horas! y Dead Souls ¡8 horas y media!). Ya desde la exorbitante duración de ambas se puede inferir el cómo lo oral moldea lo cinematográfico. La frase “vale más una imagen que mil palabras” no solo hace referencia a la fuerza de la imagen como unidad, sino también a su cualidad sintética: la imagen concisa acelera el proceso que llevaría escuchar o leer las mil palabras. En el caso tanto de Shoah como de Dead Souls, ambas consisten casi exclusivamente de entrevistas. La primera es una extensa y detallada radiografía sobre el holocausto nazi a través de múltiples narradores y puntos de vista; la segunda escucha a los posibles últimos sobrevivientes de tres campos de trabajo y reeducación para la derecha política en China. Dado el peso y la importancia de ambos temas no es difícil imaginar que la filosofía del montaje no se abocaría a los principios convencionales de “cortar lo que esté de más” o mantener un ritmo que tenga atentas a las audiencias. Ambas son películas complicadas y ambas están conscientes de ello; trascienden las pretensiones narrativas del documental (que hoy cada día se asientan más) y vuelven a encontrarse con el espíritu que le da nombre al formato: la documentación. El archivo.


Ambas duran lo que duran porque por encima de todo desean ser testigos de los hechos a través de la palabra, volviéndose en el eco de una historia que como cualquier otra está en permanente peligro de desaparecer. Sobre todo en el caso de Dead Souls donde su imagen está casi exclusivamente dedicada a las entrevistas, con planos estáticos y sostenidos por extensos periodos de tiempo sin corte alguno. La mayoría de sus entrevistas giran en torno a la media hora y los cuarenta minutos. Y el contenido de estas imágenes casi nunca cuenta más que con el entrevistado y el hogar donde reside, espacios de condiciones decadentes, relegadas a las sombras. La forma de Dead Souls urge en su quietud. Se sabe escucha de últimos testigos aislados en rincones, tan cercanos a la muertes, todas personas muy mayores que hablan pausado y susurran sus historias. Al grabar, registra la grieta que separa el pasado de su eterno olvido: una grieta oscura. Como si el hielo hablara mientras se derrite. 


Shoah, por su lado, despojada de los aparatos y artificios frecuentados en el cine sobre el holocausto, evitando el uso de material de archivo, nos enfrenta a la voz, los rostros y al espacio. Su aproximación nos pone de cara a cara, no con los eventos, sino con recuerdos, con la incredulidad al reavivar el horror, con la frialdad de aquellos que lo ejercieron. Judíos, campesinos polacos, nazis filmados en secreto, miembros de la Organización de Combate Judía, etc. El director requiere de una traductora para varias de las entrevistas. Cuando está, primero escuchamos al entrevistado hablar, después la escuchamos a ella traducir, después escuchamos al director preguntar, ella vuelve a traducir y el entrevistado vuelve a responder. Ese ir y venir de información que se va repitiendo en distintos idiomas bien podría ser la principal razón por la que el documental dure tanto. Si la información fuese lo único que interesase a la película, el montaje se encargaría en recortar esas escenas, pero no, la película nos mantiene escuchando estas voces, independientemente de si entendemos lo que dicen o no. Nos mantiene en la espera de la información porque hay verdad en lo ya dicho, porque el pasado reaviva en el sonido de esas voces; porque primero es registro, segundo es cine. La voz exige tiempo para ser escuchada. Todas las entrevistas fueron editadas en un libro junto a la película. El libro no alcanza ni las doscientas páginas. La oralidad estira las imágenes; la película se vuelve en el acto de la escucha; el espectador decide si ser partícipe.  


Y todo retorna al espacio. Aunque su presencia es más prominente en Shoah que en Dead Souls, ambas películas entienden los escenarios donde se cometieron sus respectivas atrocidades como un canvas sobre el que la palabra ilustra. Los campos de concentración para judíos cubiertos por el hermosísimo verdor del bosque; los campos de trabajo y reeducación chinos tragados por la tierra del desierto. Se vuelve complicado imaginar que allí alguna vez sucedió algo. Y entonces, redirigimos la mirada al espacio propio, al que habitamos a diario. En el final de Shoah dos miembros de la Organización de Combate Judía narran cómo tuvieron que salir del ghetto en el que resistían para buscar apoyo y poder sacar a sus miembros de ahí. Al salir del ghetto por el sistema de alcantarillas, se encontraron en medio de una ciudad en pleno funcionamiento. Lanzmann monta esta narración con imágenes del presente de la ciudad a la que se referían. En el etéreo encuentro entre las voces del pasado y la imagen del presente, parece como si estuviéramos viendo/viviendo lo narrado. Como si el hoy fuese poseído por el ayer: una casa embrujada. 


Al final de Dead Souls, Wang Bing se aventura una última vez al desierto donde estuvieron los campos. En él, encuentra huesos humanos camuflados en las piedras. 



“Las palabras son como el aire. Una brisa fantasmal que da vida al escenario, un respiro desde la tumba, rasposo y escalofriante, que tras irrumpir el ciclo natural que a toda cosa rige, se desvanece como un sueño. El escenario vuelve a morir con la eterna duda de si algún día regresará; si algún día volverá a sentir la tierna brisa del recuerdo. O si como cadáver, permanecerá por siempre como lo que no fue, objeto, pero que ahora es y será: objeto. Archivo”.



Miguel Domínguez Miguel Domínguez

 Nací en Lázaro Cárdenas, pero llevo 7 años siendo leonés. Escribo sobre cine a pesar de espantarme con Shrek cuando era niño (¿o debido a eso?). Mención honorífica del Sexto Concurso de Crítica Cinematográfica del Festival Internacional de Cine de Los Cabos. El tomate es mi comida favorita.