Hace ya muchos diciembres, cuando cursaba la secundaria, visitaba cada mes y medio, aproximadamente, una diminuta tienda que vendía libros y cómics. Se encontraba afincada en una pequeña plaza entre Zaragoza y Juárez frente a un extinto Cine del Puerto.
Siempre dos visitas dentro de esos periodos. En la primera hurtaba un libro y en la segunda acudía a devolverlo después de haberlo leído. Mi escaso presupuesto me permitía lo primero, los valores inculcados por mi abuela, lo segundo.
Quien atendía era una señora de unos cincuenta y tantos. Cada vez que entraba me saludaba de manera afable. Nunca supe su nombre y nunca preguntó por el mío. Como ya dije, la librería era muy chica. El único bloque que me interesaba y visitaba era donde se concentraba la editorial Timun Mas.
A mediados del mes de diciembre me di una vuelta por la tienda, en aquel momento, no sospechaba que sería la última.
Me paré frente al estante de siempre. Había un pequeño letrero en la parte central que decía: El libro de hoy puedes quedártelo, es mi regalo de año nuevo. Añadía una posdata, pueden ser dos. Con los ojos desorbitados por el asombro y la vergüenza voltee hacia el mostrador. Ella lo esperaba, me envolvió con la suavidad de su mirada, esbozó una sonrisa de ternura y satisfacción, luego, dio la espalda al mostrador.
Sólo tomé un libro y salí tratando de hacer el menor ruido. No dije gracias ni adiós, me lo impidió una mezcla de sentimientos entre ellos, el de vergüenza.
Al siguiente año la tienda había desaparecido y en su lugar había una frívola tienda de ropa casual. Como dijo la canción, quise vengar, a pedradas, su memoria frente a los cristales, pero mis años de subversivo empezarían hasta la universidad.
Cuando llega diciembre y empiezo a ahogarme en este mezquino y vacuo mercantilismo, me pongo del otro lado del mostrador. Alisto un letrero.