Con Sonora como invitado de honor en el 51 Festival Internacional Cervantino, decidí enfocar el texto en las representaciones de su desierto, también conocido como de Gila, (que abarca Arizona, California, Baja California y este estado) en el cine, por lo que bien convino que la mayoría de las producciones de y sobre éste pertenecieran al viejo oeste. En un primer seleccionado abarqué películas mexicanas y extranjeras, pues me interesaba marcar la distinción que podía haber entre las varias formas de ver este territorio inhóspito.
En la búsqueda me topé con que los lazos entre estos eran delgados. Por ejemplo, entre las películas estaba Por un puñado de dólares (Sergio Leone, 1964). La trama se desarrolla en un pueblito fronterizo con México llamado San Miguel, el cual localicé con Google Maps en Nuevo México (donde no atraviesa el desierto de Sonora). No obstante, es difícil saber si el San Miguel de Google Maps es el mismo por el que ronda Clint Eastwood o si es un espacio ficticio ya que la película fue filmada en España, cuyos desiertos se volverían el principal escenario para el spaghetti western.
Esto me encaminó a tres ideas: 1) Por un puñado de dólares no tiene nada que ver con Sonora. 2) Los desiertos gozan de una cualidad homogénea que les permite disfrazarse entre ellos. 3) La identidad que adquieren en pantalla parte principalmente de quien los filma por encima de los rasgos geográficos. Sobre esto, una de las pocas películas extranjeras que vi antes de dedicarme al cien por ciento en producciones mexicanas fue Justicia Ciega (Richard Spence, 1994), un western sobre un pistolero en la Guerra Civil norteamericana. Si bien la premisa tiene actitud y el producto final queda como una entretenida película televisiva, su forma de filmar este ambiente se siente cansina. La vi porque toma lugar en un (otro) pueblito fronterizo de Arizona. Sin embargo, ni la cámara ni la historia tienen nada que aportar al escenario, conformándose con ser la mera validación del género al que aspira pertenecer, uno que para ese entonces estaba desgastado.
Esto por sí solo no está mal, pero para el objetivo del texto me llamó la atención la poca presencia e incidencia de una atmósfera tan poderosa como el desierto en una película dentro del género que lo encumbra. Como si éste solo sirviera para justificar su villanesca pandilla de mexicanos salvajes, como si fuese solo un adorno.
Con ese sentimiento (y otro par de películas) me rendí con el cine extranjero para entregarme al nacional con la duda latente: ¿cómo interpretamos nuestras zonas áridas, ese espacio tan moldeable? y ¿qué identifica en el cine al desierto de Sonora?
Por esta segunda cuestión me interesaba el abordaje de distintos cines, pues al final la zona es una extensión compartida por dos países, un terreno que conecta y divide; un bioma sugerente al que se le impone la literalidad geopolítica. Varios de estos razonamientos están presentes en Sonora (Alejandro Springall, 2018), ficción histórica basada en el libro La ruta de los caídos sobre la expulsión de chinos en 1931, señalados como responsables de la propagación de enfermedades en la época, al mismo tiempo que el gobierno estadounidense cerraba sus fronteras para dar paso a una deportación masiva de mexicanos. Tales eventos dan sentido a la historia de doce personajes que, por razones distintas, atraviesan las dunas hacia Mexicali.
En este filme, la diversidad de intereses e ideales entran en conflicto al colocar a los personajes en la inhóspita desértica. Un desvestimiento del espíritu donde el escenario se vuelve la excusa para enfrentar perspectivas y actitudes históricas que hacen eco hasta nuestros tiempos. De esta cinta se rescata este encuentro entre el pasado y presente, la naturaleza y la modernidad, la narrativa clásica y su lugar con lo contemporáneo. Aunque como película me cuesta rescatarla, creo que en ella habitan cuestiones sobre el encuentro de diversas perspectivas a partir de un espacio compartido en donde la supervivencia de los individuos depende de su cooperación.
Sobre lo inhóspito y lo hostil, Cómprame un revólver (Julio Hernández Cordón, 2018) me parece mucho más relevante hoy que incluso en su estreno. No tanto por la condición del país, sino de su cine, uno que aborda la violencia y el narco con poco interés por su representación en la pantalla. El brillo de lo que hizo Cordón resalta con el pasar de los años: narco-distopía en un incierto futuro donde México sufre de infertilidad pues la población femenina ha desaparecido a manos del crimen organizado. En ese escenario encontramos a Huck, una niña que vive con su padre quien se esfuerza por hacerla pasar como varón; a su vez, una pandilla de niños amigos de Huck buscan el brazo cercenado de uno de sus integrantes. Una propuesta de ciencia ficción minimalista que juega con los límites de la realidad. ¿En qué punto termina lo verosímil e inicia la ficción? Este razonamiento aplica no solo a su ficcionalización del país, sino desde dónde parte: escalofría lo bien que dialoga su premisa con el imaginario de Mad Max al que hace referencia. Cordón se arriesga a utilizar este escenario como campo para simular esta realidad alterna pero conocida; lejana y cercana. Éste es entonces, no solo un gran chapuzón a los géneros que abarca la película, sino también un postulamiento sobre la angustia que atraviesa el espacio nacional.
Y sobre angustias: “Maldito. Algún día regresaré para partirte en dos”. Con esta línea abre Viento negro (Servando Gonzáles, 1965), tremenda película sobre un equipo de construcción que trabaja en las vías ferroviarias de un tren que cruzará Altar. Vemos el sol, las dunas y una promesa hecha por el capataz del proyecto: un hombre propenso a la violencia que resiente la turbulenta relación con su hijo, joven ingeniero que admira a su padre. La presencia del desierto es inmediata, pero no solo como escenario, sino como estado mental en el que navega perdido el protagonista y quienes le acompañan. A su vez, implica el cotidiano borde hacia la desesperación, el progreso de la historia y los esfuerzos del capital, además de poderosísimas imágenes: una cantina nómada a mitad de la nada, un hombre que huye hacia las dunas, el valle arenoso revelándose como perdición, las estrellas como escapatoria, el tren que recorta el paisaje. La película es rica en temas (tantos que me entristece no abarcarlos todos), impresionante como despliegue técnico y narrativo, y un gran retrato de las zonas áridas como ese vacío al que atravesamos como humanidad.
El espacio cinematográfico es la suma de sus representaciones, pero no por eso tiene que equivaler a algo coherente. El desierto es, como lo demuestra el cine, lo que ves cuando te le enfrentas. Una incógnita abierta. Un misterio amplio, irresoluble y repetido a lo largo y ancho del mundo. ¿Y el de Sonora? Quizás solo posea eso: el nombre. Roberto Bolaño parece haberle atinado en Los detectives salvajes, cuando el libro parece estarse desvaneciendo en nuestras manos, empieza a nombrar los pueblos y ranchos visitados por los protagonistas en el desierto de Sonora. Nombres, puros nombres: las únicas certezas, borrándose a sí mismas. Entonces solo queda la infinita incertidumbre y la claridad de que esa batalla está perdida. Y nos esforzamos por seguir luchando por puro costumbrismo, porque las preguntas las hacemos para responderlas, aunque no tengan respuesta. Y entonces la poesía cobra sentido en las dunas, corriendo en ellas a sabiendas de que cada paso en sus entrañas es un paso hacia la perdición, encima de ellas, que sabemos de corazón, entierran imperios perdidos.