Cuando mi mamá sale a caminar para hacer su rutina, la acompaño para sentir el aire, el contraste del sol, la sombra fría que nos dan los árboles a través de los pasajes que nos dirigen a los parques. Ella revisa todos los días el obelisco, lo floreado y colorido que está ¡qué encendidas amanecieron las bugambilias! las amarillas, las rojas, las rosa con blanco.
Al ir de una calle a otra, sobre todo en las mañanas, se escuchan los pregones, los del niño de los tamales nunca fallan. Tiene años pasando a la misma hora con su música que desde lejos anuncia que ya son las ocho y media de la mañana.
Hago memoria y sí, ésta ha sido una colonia de vendedores de puerta en puerta, de músicos callejeros con marimbas ambulantes que vuelven locos a los perros al ritmo de “qué pena me da que se me ha muerto el canario”.
Nunca hemos entendido qué dice, pero el señor del jocoque grita “Tokeñiiii” (sic). El del periódico, barítono y operístico, canta “El Sol, El Heraldo, a.m…”. También venden miel, sacan copias de llaves, “nieve, nieve de fresa y de limón, la nieve”. El que más me ha gustado es “elotes, gorditas, flores”. Se me antoja comer flores y comprar todas esas cosas nomás por el gusto de escucharlos, para verlos pasar cada día.
Cuando pasamos por los andadores huele a guayabas y tierra mojada. Hay un niño que con un alambre está bajando las más rosadas y maduras “para el agua fresca y para el atole”, nos dice sin pedirle explicación, pero ahora ya nos antojó el atole. Una señora lleva hojas de chaya para un remedio.
Ya un poco asoleados, cansados de caminar, nos sentamos en una jardinera para ver las macetas de Conchita, la vecina. Cuando llueve, hay algo que potencia el color de todo: plantas, gente, todo resplandece; también las quiebraplatos que se enredan en una malla de alambre y los ojos de gato que brotan a nuestros pies.
Hay ventanas, muchas, y casas con tres pisos, se nota que hace tiempo nadie sube al último piso. Las cortinas se han desgarrado, las persianas han perdido su privacidad en partes, el sol ha decolorado los vidrios y las telas.
Hay vecinos que ya no están, ya nadie se asoma por esas ventanas.
Alguna que otra tarde nublada miro esas casas, reflexiono y extraño a los que se han ido.
Texto elaborado en el taller ‘Crónica Urbana. Caminar y narrar: historias de banqueta’, impartido por Karla E. Gasca como parte de las actividades por la exposición Dos Ruedas: Bicivilizando la ciudad, en el Museo de las Identidades Leonesas.