La tragedia como representación es, desde tiempos griegos, una catarsis para poder vivir nuestros peores miedos a través de la desgracia ajena. La tragedia real es profundamente humana, causa fascinación y morbo, pero también compasión y solidaridad. Lo más trágico de las tragedias es que siempre queda la certeza de que podían haber sido evitadas… y eso es lo que aniquila.
Hay tragedias discretas y también famosas, las primeras suceden en lo oscurito, las segundas corren como la pólvora, son virales, mediáticas y se quedan alojadas en el imaginario colectivo para… ¿siempre?
Hace casi 112 años, hubo un hermoso barco construido con el mayor lujo y mimo que el recién estrenado siglo xx podía ofrecer a los más ricos y famosos humanos del momento, las estrellas de la vida pública europea y americana, millonarios, artistas, aristócratas. Gente fascinante en un buque perfecto que ganó la atención de la prensa desde el inicio de su construcción pues su primera clase tenía instalaciones de un lujo fabuloso, nunca visto hasta entonces: gimnasio, piscina, salones para fumar, fastuosos restaurantes y cafés, un baño turco y camarotes de ensueño.
Sin duda alguna, lo mejor que ‘el insumergible’ tenía para ofrecer era su servicio de restaurante, porque ¡Ahhh! ¡El placer del paladar es siempre el primero… y el último!
“Las cocinas de primera y segunda clase estaban situadas entre los comedores de las citadas categorías y en conjunto ocupaban toda la manga y 50 metros de la eslora. Como todo en el buque, las cocinas eran colosales, disponían de todos los adelantos técnicos de la época tanto para cocinar como para guardar y manipular los alimentos embarcados. El barco tenía cámaras para conservar las 34 toneladas de carne fresca embarcada, cinco toneladas de pescado fresco y algo menos de pescado en seco o en salazón, 800 manojos de espárragos frescos, 40.000 huevos, 11 toneladas de carne de ave, casi 3.500 kilos de tocino y jamón, 40 toneladas de patatas, 7.000 lechugas, 36.000 naranjas y la misma cantidad en manzanas aunque sólo 16.000 limones a lo que había que sumar cientos de kilos o litros de café, azúcar, guisantes, té, leche, helado, mermeladas, pomelos, uvas, pan (pero además llevaba panadería), harina, mantequilla, 15.000 cervezas u ocho mil cigarros puros cortesía de la naviera para los caballeros”.
Para hacer frente con rapidez y eficacia al reto de tres comidas de calidad al día más aperitivos, meriendas y caprichos de los de primera, el chef, Pierre Rousseau, de 49 años, muerto en el naufragio; contaba con la ayuda de varios experimentados cocineros y de todo tipo de aparatos que eran lo último en 1912. Sólo para asar contaba con una fila de 19 hornos que se extendían a lo largo de 29 metros. Además, contaba con sus máquinas para fabricar hielo, grandes ingenios para cocinar al vapor, cámaras para preparar alimentos al baño maría y hasta potentes batidoras.
Con todas estas modernidades las brigadas de cocineros y ayudantes de primera clase estuvieron ocupados toda la tarde preparando la opulenta, magnífica, abundantísima cena en el restaurante À la Carte (el único a la carta y de pago, ya que en el resto de los restaurantes las comidas y las cenas estaban incluidas en el precio del pasaje) algunos de los platos más exquisitos que probablemente se sirvieran en todo el planeta en aquellos días. Ostras, consomé Olga (con oporto y vieiras), salmón pochado con salsa muselina y pepinos, un cuarto plato que se podía elegir ―filet mignon lili (filete con patatas, foie, alcachofas y trufa), pato asado con salsa de manzana o solomillo de buey con patatas chateau―; el ponche romaine, sorbete para aligerar antes de continuar con el pichón asado con berros, los espárragos fríos con vinagreta, el paté de foie gras; los postres (pudding Waldorf, melocotones en confitura, pastelillos de chocolate y vainilla o helado francés) y la fruta fresca y el queso para acabar… son las exquisiteces, representativas de la alta cocina de la época. Para los pasajeros de segunda clase la cena fue elegante, de tres tiempos, servida en el comedor de segunda, que tampoco estaba nada mal. Aquella aún hermosa noche, los de segunda disfrutaron de un consomé de tapioca como primer plato, seguido de un segundo plato a escoger entre bacalao al horno con salsa picante, pollo al curry con arroz, cordero con salsa de menta, pavo asado con salsa de arándanos, guisantes, puré de nabos, arroz o patatas cocidas y asadas y los postres serían uno o varios a elegir entre Pudin de ciruelas, gelatina de vino, sándwich de coco, helado americano, nueces variadas, fruta fresca, queso y galletas, y café para la sobremesa. Una última cena mucho más elegante que las exuberancias de los de primera, para mi gusto.
En la tercera clase, en un comedor grande y bullicioso, la comida no era una delicia nunca vista, pero seguramente mejor que la que los emigrantes habían dejado en casa; una cena compuesta principalmente de arenque ahumado, alguna carne hervida, papas, galletas saladas, pan, mantequilla y gachas de avena en agua. Un poco de vino y algún aguardiente y té, no estaba tan mal para llegar con fuerzas suficientes para “hacer la América”.
La orquesta tocaba aún, los pasajeros terminaban sus grandes habanos en algún salón fumador o en plena cubierta, bajo las estrellas. Todavía no acababan de saborear sus cafés, sus copas o el tecito de antes de dormir cuando, a las 11:40 de la noche, una montaña de hielo hundió los sueños de pobres y ricos, de inmigrantes y aristócratas, de un montón de trabajadores y de un siglo soberbio de su tecnología que no supo tener el suficiente respeto por el portentoso mar, desatendiendo las señales de peligro mal recibidas y peor atendidas.
Abajo, en la cocina, un ejército blanco lavaba platos, secaba copas y cubiertos, ponía la mesa para un desayuno que no fue.
Referencias
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