Todos, de alguna manera, recordamos nuestras primeras veces en una sala de cine. Sentarnos en medio de la oscuridad ocupando una butaca más grande que nosotros, escuchar el sonido al inicio de la proyección y ver cómo la pantalla se inunda de imágenes a una proporción gigantesca. Es parecido a la televisión, pero más espectacular. El cine nos marca como una de nuestras primeras grandes experiencias en la que como niños y niñas no tenemos un concepto de si es una forma de arte, de entretenimiento o cualquier etiqueta, simplemente es una película, y se convierte en parte de nuestras vidas cotidianas como algo que nos brinda una felicidad mayor.
Hoy, ser infante y crecer viendo cine y en general, productos audiovisuales, tiene indudablemente una conexión directa con los hábitos de consumo cinematográfico de los padres. Nuestro acercamiento al cine está también dictado, en gran medida, por la cultura popular y las producciones hechas para el entretenimiento masivo, haciéndonos desde pequeños olvidar piezas cinematográficas que quedan ocultas bajo la sombra de las grandes producciones y el hegemónico Hollywood.
Personalmente, como padre de una hija de tres años, sin tratar de alienarla de todo aquello que la cultura popular le brinda, busco la forma de que le parezca también natural el acercamiento a otras formas de narrativa en las que el contemplar, el dejarse llevar por las emociones de la trama, tiene una importancia más profunda que el mantenerse entretenidos por la estrepitosa comedia o la zumbante agilidad del lenguaje audiovisual. En ello he encontrado un gran aliado en el cine de Hayao Miyazaki, con la belleza de carácter pictórico en su animación y una profundidad narrativa que más allá de su complejidad, sus historias encuentran los recursos necesarios para contarse de manera simple, estremecedora.
Un hermoso ejemplo de ello lo encuentro en Ponyo (Miyazaki, 2008), un cuento infantil que gira en torno a una princesa marina que busca una metamorfosis humana a través de la pureza del amor incondicional encontrado en la infancia, y que más allá de la simpleza de su narrativa, la profundidad del relato nos lleva a los no tan pequeños y no tan puros de corazón a comprender la belleza de la metáfora ambientalista sobre el que gira la obra. Y es precisamente en ello en que probablemente radique el enorme poder de la narrativa del universo Miyazaki, en la simpleza como un motor para contar historias en el que la edad de su espectador no es relevante. Comprender que tengamos tres, treinta y tres u ochenta años, todos podemos conectarnos y fascinarnos ante la historia que nos cuenta la pantalla.