INSTITUTO CULTURAL DE LEÓN

De boca en boca

Del oído al paladar; el encanto de las recetas transmitidas oralmente.
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María Luisa Vargas
En el principio era el verbo, la palabra. Ese aire vibrante que reverbera por todo el pecho, que llena de sonidos la cueva redonda de la boca y que sale explotando de significados, regresando al aire lo que tomó, pero humanizado. Profundidad y asombro del pensamiento al aire, el símbolo sonoro de lo que nos pasa por la cabeza.

Significados compartidos, reconocibles, comunitarios. Enseñados y aprendidos, significados nuevos, inventados ─puestos al viento─ echados a volar para que dancen como quieran y lleguen a todos.

Cada quien su voz, con sus tonos y matices, cada uno en ejercicio de la suya, dueño de ella, responsable de ella.

Palabras que vienen de lejos en la familia, palabras heredadas, palabras nuestras.

Palabras de colores.

Palabras de sabores.

Palabras, en fin, del diario, casi automáticas de tanto usarlas, son aquellas que nos acompañan en nuestro explicar el día a día al que está lo suficientemente cercano como para oírlas… y entenderlas.

Escuchando, aprendimos a hablar y a cocinar aprendimos viendo, oyendo y, por supuesto, comiendo.

Por la boca de mi madre se asomaba mi abuela y por la suya mi bisabuela, que decía:

“El arroz blanco hay que limpiarlo; primero sacas los negritos, que nunca faltan, y las basuritas, y cascaritas que te encuentres, luego lo pones en un colador, al chorro de agua y le das un baño. Después lo pones cinco minutos en agua caliente para que suelte su almidón y no se te acabe haciendo un mazacote pegajoso. Lo escurres bien y lo echas a freír en suficiente aceite caliente, ni mucho ni poco, y usando una buena cazuela arrocera, redonda, chata, con una tapa que calce bien.

Mueves el arroz con tu palita de madera y verás que se va poniendo transparente… cuando está en su punto de frito, el arroz canta, hace «Ras, ras» ¿lo oyes? Hay que saber escucharlo, hace un ruidito como si fuera arena del mar.

Entonces agregas dos o tres cucharadas de cebolla picadita y medio diente de ajo también picado, muy finito. Y los dejas unos minutos hasta que la cebolla acitrone, o sea, que se ponga transparente. Puedes agregar un chile serrano al que le haces una rajadita con el cuchillo, a ese no lo muevas mucho, para que sólo suelte su sabor, no queremos que ponga picoso el arroz. Entonces es cuando agregas el agua, siempre en proporción de dos a uno, una taza de arroz, dos de agua. Pones la sal y mueves un poquito, lo pruebas, que esté ligeramente saladito, porque el arroz es un poco soso de por sí; si te gusta, entonces tapas la cazuela y en cuanto empiece a hervir, le bajas al fuego. El chiste es que el vapor se quede dentro de la cazuela para que el arrocito se cueza parejito. Cuando creas que el arroz ya se chupó toda el agua, revisa con la palita el fondo de la cazuela, si ya no hay agua, retiras del fuego y así tapadita, dejas reposar unos minutos antes de servir”.

Esas son las palabras del arroz que se hace en mi casa desde 1903, por lo menos. Palabras que me enseñaron a mí y que luego pasaron a mis tres hijos, que hacen arroz blanco en sus casas, para la comida del mediodía. Palabras que les entraron a su cocina, a la cabeza, a la boca y a la boca de sus hijos.

La oralidad es la base de las recetas ‘del diario’, las del núcleo familiar más íntimo, aquellas comidas que, por ser tan cotidianas, se dan por sentado. A nadie se le ocurre registrar en su recetario la manera de hacer una sopita de municiones, una quesadilla con frijoles, la torta de jamón o un huevo estrellado. Esas delicias son para contarse, para platicarse, para aprenderlas de vista, palabra y obra. Un aprendizaje/enseñanza gestual, corporal, sensorial.

Siendo cositas tan pequeñas o, si al contrario, grandes secretos, es que no se publican, no se escriben; se dicen pegando una boca a un oído, haciendo cosquillitas, susurrando, en voz baja, esa clave secreta, ese sortilegio que solo es lícito compartir entre un mago y otro, es una herencia, un regalo. Su transmisión tiene que ser presencial, de facto, nada de andar dejando evidencias que descubran el truco a cualquiera.

Las recetas orales son solo para tus oídos. De boca en boca y directo… ¡a la boca!

María Luisa Vargas María Luisa Vargas

Licenciada en Comunicación por la Universidad Iberoamericana León y Maestra en Cultura y Arte por la Universidad de Guanajuato. Ha dedicado más de veinticinco años a la docencia de la historia, la comunicación y la cultura en la Universidad de Guanajuato y en ICON University. Se especializa en la investigación y difusión de las relaciones culturales que vinculan al ser humano con la comida y la cocina como expresión cultural constructora de la identidad de los pueblos. Escribió el libro Meditaciones de Cocina Íntima participante del II Foro mundial de la Gastronomía. Además de escribir para la Revista Cultural Alternativas, colabora para algunas revistas en línea. Es guionista y locutora del programa radiofónico De cocina y otras maravillas…, de Radio Universidad de Guanajuato.