INSTITUTO CULTURAL DE LEÓN

El cruce de miradas: Galería Nacional

La esencia de los elementos que conforman a un museo, exhibidas en un largometraje. Descubre más sobre esta obra de Frederick Wiseman.
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Miguel Domínguez
Es difícil describir el cine de Frederick Wiseman sin sonar un poco risible. Documentalista de 95 años, aún activo, cuyas películas duran de tres, cuatro, a máximo seis horas (Near Death, 1989) y que giran en torno a instituciones: hospitales, escuelas, bibliotecas, conventos, tribunales, programas de apoyo, el ejército, gubernaturas, etc.

A primera impresión dan la pinta de ser aburridos videos educacionales o de capacitación laboral, pudiendo asociarse a ese cansado chiste del “cine húngaro en blanco y negro de tres horas”. Sin embargo, esa descripción tan simplista de películas así de enormes sobre temas que pueden juzgarse estériles por, irónicamente, sonar a producción institucional, es lo que define a una de las carreras documentales más grandes (en mi opinión, la mayor de todas) en la historia del cine.

Frederick Wiseman empieza a hacer cine a finales de los 60, abordando temas rudísimos como las prisiones psiquiátricas o la brutalidad policial. Si se adentraba en terrenos menos agresivos, como el sistema educativo, terminaba —tarde o temprano— encontrando su oscuridad: como el orgullo hacia los jóvenes que abandonan el estudio para pelear en Vietnam al final de High School (1968). El detalle y la crudeza de esos registros, a la larga se sostienen tanto como fascinantes exploraciones de la institucionalización nacional como valiosísimas cajitas del tiempo. Pero, a pesar de la fortaleza de sus temas, ninguna de esas primeras películas tendría las duraciones que hoy en día monta (el primer acercamiento a éstas fue con Welfare de 1975, que alcanzaba las tres horas). Titicut Follies (1967) y Law and Order (1969) duraban alrededor de hora y media, mientras que City Hall (2020), su enorme película sobre el Ayuntamiento de Boston, supera las cuatro, y la que nos concierne hoy, Galería Nacional de 2014, sobre (adivinen) la Galería Nacional Londres, roza las tres horas.

Y lo interesante es que de no tener cercanía con su cine podría pensarse que para alcanzar esas duraciones las películas tendrían que recorrer la historia de aquellos inmuebles, pero Wiseman hace lo que viene haciendo desde hace setenta años: una extensiva descripción de los procesos y los actores que hacen funcionar estas instituciones, y la relación que tienen con las ciudadanías. De nuevo, esto podría sonar terriblemente formal, pero es ahí donde uno descubre la enorme y milagrosa mirada de este director sobre lo humano.

Galería Nacional empieza con una breve descripción del escenario. Vemos las salas donde cuelgan las pinturas vacías, escuchamos a los trabajadores de la limpieza puliendo los suelos previo a la llegada de los visitantes. Entonces Wiseman monta una serie de pinturas por fragmentos, especialmente las miradas: como nosotros miramos a la pintura, ésta nos mira a nosotros. Los museos plantean una relación bilateral. Ésta es la primera de muchas maneras en que vincula los mecanismos de la galería con su propio cine: las instituciones, a pesar de sentirse ajenas a la humanidad, como entes abstractos y objetivos que moderan las pasiones e irregularidades tan características nuestras, están igual de definidas por esas humanidades, tanto de quienes trabajan en ellas como quienes reciben por sus servicios. Es una relación bilateral, aunque no lo sintamos así (lo que ha devenido en terribles modelos políticos).

Este es el primero de varios montajes que fungen como transiciones entre las que podríamos considerar las verdaderas escenas de sus películas. Es una estructura que puede señalarse como rígida, sin creer que esto le demerita, al ser respiros entre largas secuencias (que pueden ir de juntas directivas, talleres de pintura con modelo, la descripción de un trazado para ciegos) que a su vez logran captar el ritmo del espacio.

Por ende, la que podríamos considerar la primera escena, es una guía del museo explicándole a su audiencia la manera en que eran vistos los cuadros religiosos en las iglesias de la Edad Media: entre la terrible fuerza que la fe imponía en aquellos tiempos, las miserables condiciones de vida y la mezcolanza sensorial de los murmullos y la oscuridad interrumpida únicamente por velas danzantes en los conventos, nos hace imaginar cómo todas aquellas condiciones podían llegar a producir la ilusión de movimiento que la pintura podía provocar en sus espectadores. Cómo entre los efectos ópticos de la arquitectura religiosa y la desesperanzadora cotidianidad, esa ilusión de movimiento llevaba a una profunda conexión y catarsis con lo divino. Al terminar su explicación, vemos un plano de la pintura alumbrada a detalle. Entonces, cortamos a una pequeña sala de juntas donde se discute el presupuesto y futuras estrategias para formación de públicos de la Galería.

El reto que enfrenta Wiseman cada vez que su tema es la cultura, es que debe encontrar un balance entre los mecanismos crudos, como los presupuestos, las gestiones y la imagen pública; las dinámicas humanas, sean su laburo manual (como las preservaciones), el intelectual (los videos de expertos educando sobre las pinturas) y social (las relaciones profesionales que se desarrollan en la Galería); y la pasión por el arte.

A su vez, lo que podría dividirse entre el lado pasional y el calculado de las instituciones culturales, lo pinta bajo el mismo matiz: todo es posible gracias al esfuerzo, la coordinación y el deseo humano, que como llevan al arte, también son el motor de cuestiones menos románticas como cuando se discute el tema de dar a conocer artistas más allá de los que se han vuelto en atracciones turísticas (da Vinci). Pero a todo esto, siempre se vuelve a las secuencias de los guías. Es aquí donde el cine de Wiseman pierde los prejuicios elitistas (que no son marcados por ningún estilo autoral exigente). Es un cine donde siempre está sucediendo algo, donde la información siempre es fresca: a pesar de que nunca intervienen cabezas parlantes o títulos para anunciar los puestos y nombres de los personajes, está claro lo que sucede en cada escena. Él no tiene el interés de ser críptico ni de presentar cosas que pocos pueden entender. Le interesa congregar toda la experiencia de la institución cultural en una plasta de interacciones, decisiones, acciones y sensaciones humanas.

Como su cine puede llegar a ser arduamente informativo, también puede descubrir gestos devastadores, o fascinarse, como cualquiera lo haría, por la agobiante precisión milimétrica con que los restauradores preservan las pinturas. Hay una cualidad hipnotizante en el estar tan cerca de estos procesos, que llega a rozar con el absurdo: como esa pintura cuyo marco ensombrece la parte superior, y los esfuerzos del curador y los técnicos por iluminarlo lo más posible.

Aunque todo esto haga parecer a Wiseman como un director de esos que funcionan bajo la filosofía de desaparecer tras la cámara (imposible), creo que hay sutiles momentos de autorreflexión. La penúltima escena (importante para una cinta tan larga cuya secuencialidad es suelta) concierne a una traductora de poemas comentando que lo fascinante de la traducción, en todas sus formas, es que es imposible producir una traducción fiel. La palabra «mano» y una mano son cosas distintas: la palabra no es una traducción perfecta. Para ella, el significado de las traducciones está en esos vacíos. Y quizás para Wiseman, cuyas obras titula como encapsulaciones de estas enormes estructuras institucionales (High School, Hospital), nunca serán traducciones completas de esos fenómenos y su existir. A su vez, entre esos vacíos puede haber una interpretación suelta, que escapa a la intención del autor.

Los temas y duración del cine de Wiseman no son caprichos: es curiosidad; el ánimo por conocer y habitar. En tres horas uno apenas roza lo que representa algo como la Galería Nacional. Las varias horas que dura su cine es una privilegiada filtración de las docenas de horas de metrajes que llega a filmar. Y aunque esto nos hable de un tremendo rigor documental, es innegable que, con los años, se ha inclinado por cerrar con notas más optimistas, una subjetividad que difiere a los devastadores finales en sus primeras películas.

Galería Nacional termina con la presentación de un baile en una de las salas de exhibición. Wiseman parece, después de tanta frontalidad, filmar lo metafísico de aquel espacio. Dos cuerpos coreografiados que, como pueden ser una pieza más dentro de la Galería también podrían ser los fantasmas de toda la historia que habita dentro de su fachada. Y como epílogo, retoma las miradas en los lienzos. Miramos y somos mirados. Quizás una epifanía crucial: el cine es un cruce de miradas.

Miguel Domínguez Miguel Domínguez

 Nací en Lázaro Cárdenas, pero llevo 7 años siendo leonés. Escribo sobre cine a pesar de espantarme con Shrek cuando era niño (¿o debido a eso?). Mención honorífica del Sexto Concurso de Crítica Cinematográfica del Festival Internacional de Cine de Los Cabos. El tomate es mi comida favorita.