INSTITUTO CULTURAL DE LEÓN

Félix

Este mes en Narrativa Breve presentamos una oscuro cuento.
/assets/images/placeholder.png
Pablo García Mandujano
Hace un rato que escucho voces alrededor mío. Las empecé a oír así nomás, de repente. Primero eran pocas, como susurros que arrullan los sueños, al poco rato llenaban todo espacio encerrado entre estas cuatro paredes y hasta comenzaron a taladrarme los oídos logrando despertarme. Me incorporé más que encorajinado pero a pesar de eso no les dije lo que se merecían, no porque me faltaran ganas, no, esas las tengo de sobra, sino porque luego le van con el chisme al padre Acevedo, y aunque lo vean con esa cara de viejecito benévolo y su cabecita como de algodón, es de armas tomar. Se le comienzan como a sulfurar los ojos, luego la frente y al último los cachetes que expulsan infinidad de regaños que bien se pueden evitar… Además yo estoy muy agradecido con él porque me permite quedarme a dormir aquí, en la capillita.

Les puse atención y me di cuenta que eran rezos, pero, ¿por qué rezaban aquí y no en el templo? Se los dí a saber pero parecía como si no me quisieran oír, como si sus oídos se cerraran a mis palabras; y es que a la mayoría no le caigo bien, casi a nadie le caigo bien. Siempre he andado de aquí para allá. Las gentes que se encargaban de mí nomás un día ya no me abrieron la puerta. De lo que sucedió después ya no me acuerdo. No sé porqué hay cosas que sí recuerdo y otras no, y es que hay cosas que se me van de la cabeza, solo sé que algo me pasa porque me duele mucho la cabeza y a veces escupo sangre como si me hubiese mordido la lengua.

No me había dado cuenta que aquí también se encuentra don Nachito. Después de ver que nadie me abría comencé a alejarme a las afueras del pueblo sintiendo algo raro en la garganta. Caminé mucho hasta dar con un señor que me miró sin decir nada, yo también me le quedé mirando con miedo porque al salir del pueblo las puertas de las casas se abrieron como si el aire de mis pasos las hubiera abierto e intenté acercarme a cada una de ellas pero en todas salía una mano a juntar una piedra.

Yo creo que fue por las heridas por lo que don Nachito se ofreció a ayudarme. Noté que miraba mis huaraches estropeados. Algo le miraba a mi cara. Yo estaba triste por lo que me había pasado, no comprendía el porqué de lo sucedido. Me preguntó qué me había pasado y si tenía hambre, al tiempo que desclavaba un sillón. Mientras le platicaba lo ocurrido mandó traer algo de comer pero más tardaron en llevarlo que yo en acabármelo. Me preguntó si quería más, yo no dije nada, solo me le quedé mirando y me sorprendió que él no quisiera agarrarme a pedradas.

Volvieron con otra ración y me la acabé, aunque ahora sin tanta prisa. Cuando ya estaba a punto de irme me dijo que a dónde iría, de nuevo me le quedé mirando sin decir nada, no por ser grosero, no, nada de eso, solo que hasta ese momento ni yo me había hecho esa pregunta. Me dijo que si no tenía a donde ir por lo pronto me podía quedar en su tapicería.

Cuando amaneció me acomedí a barrer la tapicería. Lo vi venir por una puerta trasera con un vaso y un pan en la mano. Estaba por sujetarlos cuando sentí esa sensación de siempre, esa que tiempo después me borra de la cabeza algunas cosas, como si algo dentro de mí licuara todo y el resultado fueran estas remanencias que vengo platicando… Como todas las veces me dolía mucho la cabeza, la vista se me fue restableciendo. Encontré a don Nachito sujetándome fuertemente las manos y con el rostro transformado. Yo no sabía porqué lo hacía, por eso se lo pregunté, engarruñó los ojos cuando lo hice, de súbito los agrandó. Me dijo que me había sujetado las manos porque me sacudí como si estuviera loco… Tiempo después, en los días en que me llevó con el padre Acevedo, conocí a su hija Magdalena. Es muy bonita. Tiene el cabello muy largo y la asombrosa habilidad de estar en todas partes. Lo que más me gusta de ella son sus ojos. Uno puede mirarlos sin cansarse. Lo malo es que ya casi no los veo desde que vivo aquí en la capillita.

Garicio me dijo que la gente dice que tengo el diablo adentro. Que Magdalena se espantó un día que me vió retorciéndome en la tierra. Yo nunca me he retorcido en la tierra como Garicio dice que dicen. No le hice caso cuando aseguró que él vio en varias ocasiones cómo de la nada me caía y empezaba a moverme como tlaconete en sal y comenzaba a salirme espuma por la boca, que hasta don Nachito me ponía un palo en la boca, me sujetaba la lengua y me acomodaba de lado para que no me mordiera o me ahogara, que hubo ocasiones en que no encontraba algún palo y me atravesaba su manota y con la otra me sostenía la lengua, que él un día lo intentó porque don Nachito había ido a entregar unos muebles pero que casi le arranco un dedo porque él tiene la mano muy flacucha, que gritó como puerco en matadero y salió toda la familia, hasta Magdalena, que aunque no lo dijera le gustaba mucho estar conmigo, y que al verme morderlo salió llorando… Yo no me quedé contento. Le hice saber a don Nachito lo dicho por Garicio. Noté que sus ojos se entristecían y me invitó a sentarme. Era cierto. Lo raro es que no recuerdo nada, no sé cómo explicarlo, de la nada siento como si algo dentro de mí me avisara que va a suceder algo, y de pronto nada, todo se borra. Es como si me desenchufara de algo, como si esa parte de tiempo fuera de otro, de otro que soy yo pero no soy yo… Y de pronto un regreso dolorido.

Después de contarme lo que me pasaba, don Nachito dijo que lo mejor era que fuéramos con el padre Acevedo, y así lo hicimos. Cuando don Nachito le mencionó lo que me pasaba, el padre no me quitó la mirada de encima. Así continuó hasta que dejaron de hablar y acercó su cara y me dijo algo que no entendí. “¿Qué?”, recuerdo que lo dije engarruñando los ojos y él volvió a decir algo que de nuevo no entendí, luego dijo que todo estaba muy bien. Lo repitió y mientras lo hacía me puso una cruz en la frente, yo solo me quedé ahí parado. 

Un señor muy gordo —que después mencionó que se llamaba José y era el sacristán— se acercó con algo en la mano cuando el padre Acevedo pidió algo que se llamaba acetre. Con el dedo bañado en agua hizo una señal en mi frente. Nunca me ha dicho por qué, y ahora que lo pienso me están dando ganas de preguntarle, tal vez deba aprovechar esta oportunidad ahora que lo veo entrar… Mejor le pregunto luego, ahora lo que me interesa saber es por qué don Nachito está llorando, tal vez le haya entrado una basurita en el ojo o se le metió uno de esos animalitos que le buscan a uno los ojos y lo hacen llorar por el simple hecho de tenerlo adentro… Esos por aquí abundan. Don José dice que viven en los árboles. Don José es igual de bueno que don Nachito. Siempre me anda haciendo reír con sus ocurrencias. La que más me gusta es la del pollo. Cuando comemos pollo él agarra una tortilla y antes de arrancar una pieza con la tortilla le da una nalgada al pollo… Ahora que estoy hablando de él no lo veo por ningún lado y eso que las gentes han comenzado a salir porque el padre pidió que así lo hicieran… Ya lo vi. Las gentes lo tapaban. Está en un rincón de la capillita y está llorando igual que don Nachito. No entiendo porqué están llorando. 

Ya solo están ellos tres aquí conmigo y algo raro está pasando porque les hablo y no me escuchan… No es más que un sueño. Digo esto porque en la vida real uno no puede atravesar a las gentes y es lo que acaba de hacer el padre Acevedo conmigo… Estoy casi seguro que sí lo es porque, que yo sepa, nadie puede verse a sí mismo como yo lo estoy haciendo ahora. Es la primera vez que me pasa y es muy raro ver este tipo de cosas, aunque es bonito ver cómo el padre bendice mi sueño… Ahora han entrado unas personas que nunca había visto. Nadie los voltea a ver, ni siquiera don José que está en el rincón de la entrada… Todos miran donde duermo. Al igual que yo, el padre Acevedo me está mirando. Es raro cómo dormí esta vez, con el cuerpo doblado y los dedos de las manos y los pies engarruñados… Me pareció oír que esas personas me tenían que llevar a algún lado, yo no les presté mucha atención antes de que el padre Acevedo me bajara los párpados. Estuve todo este rato maravillado por verme dormir aún sin tener los ojos cerrados.

Pablo García Mandujano Pablo García Mandujano

Tengo 29 años y escribo desde los 13. He participado en concursos nacionales e internacionales en los géneros de novela, cuento y poesía. Mi entera educación ha sido realizada en la ciudad de Celaya, misma que interrumpí cursando la universidad con la firme idea de que era otro mi camino. Impulsado por los grandes autodidactas de la historia, me adentré en ese sistema.