Así, en las partes más altas o bajas de los hemisferios, las cuatro estaciones del año son claramente diferentes, mientras que, en la cintura enorme del ecuador, la cosa es cálida y tropical eternamente, solo dos cambios: ‘secas’ y ‘lluvias’; esto hace que nuestros ritmos de siembra y de descanso sean distintos, como también lo son los alimentos que cultivamos y cómo los transformamos.
Solange Alberro, extraordinaria investigadora del Colegio de México, escribió hace algunos años una obra titulada Del Gachupín al criollo. O de cómo los españoles de México dejaron de serlo en donde, entre otras muchas ideas brillantes, desarrolla una comparación entre la producción del pan y la tortilla como reflejo de la vivencia de los tiempos, los trabajos y los espacios de dos pueblos que se dieron hasta con la cubeta en las calles y en los campos, pero que se encontraron en la mesa y se mezclaron para siempre.
Los europeos españoles que llegaron a Mesoamérica venían de una parte del mundo en la que el invierno es duro y la tierra duerme hasta que llega la primavera fresquita y lluviosa, buena para sembrar y que todo crezca durante tres meses, madure durante otros tres con el ardiente sol del verano y se coseche al llegar el otoño, que cada vez más frío, recogerá a todos en sus casas y madrigueras hasta que comience de nuevo el ciclo. El tiempo aquí se vive linealmente. La necesidad de estar prevenido deriva en una tradición occidental de trabajo comunitario, orden, planeación, organización y paciencia que aseguran la sobrevivencia de la comunidad.
El trigo supone una organización compleja del espacio y del tiempo, puesto que una cosecha debe ser programada con un año de anticipación por la rotación de los cultivos y el calendario de las distintas operaciones que requiere.1
En Mesoamérica, la riqueza y la abundancia son mucho más fáciles, el clima es benigno, la naturaleza pródiga permite hasta tres cosechas al año en las regiones más húmedas, lo cual aleja el riesgo de hambrunas, a menos, claro, que el diablo meta la cola mandando sequías, inundaciones, granizo o heladas que den al traste con alguna cosecha, pero, aun así, la necesidad de prever la subsistencia es mucho menos apremiante que en el viejo mundo.
El trigo es el corazón de Europa, el maíz es el de América.
El maíz rendía, en tiempos coloniales, entre 70 y 80 granos por cada grano sembrado, a diferencia del trigo, que proporcionaba entonces más o menos 5 granos por cada uno sembrado.
Las dificultades para sacar adelante la cosecha de trigo tienen su lado bueno en el fortalecimiento de la identidad del grupo y del sentimiento de comunidad, dice Alberro, pues desarrollan el esfuerzo y la organización del trabajo entre todos, dado que no hay manera de que un solo individuo se ponga arar, sembrar, abonar, segar y trillar las muchas hectáreas que necesita para sacar una cantidad decente de trigo que le alcance para sobrevivir todo el año. Necesita saber trabajar en equipo y hacerlo bien.
En cambio, el maíz es un regalo de los dioses. Se puede cultivar en un espacio humanamente trabajable de una media hectárea en la parte posterior de la casa o en una chinampa, además, la mazorca madura en apenas tres meses y el elote se puede comer tierno desde mucho antes; su dulzura incluso puede producir miel, como un producto secundario y, además, la planta no requiere mucho más de 50 días de trabajo por cosecha, lo cual deja libertad de tiempo para vivir la vida y despreocuparse un poco por el futuro inmediato.
Sin duda, también se deriva de esto una relación particular con el espacio, el tiempo y la organización social, muy distinta de la del campesino europeo, que se ve obligado por las contingencias naturales a prever y planear de una manera bastante rígida. (Alberro, 2002.84)2
El trigo se convierte en pan y el maíz en tortilla.
En la antigüedad, las mujeres preparaban el pan en casa, pero en los pueblos de la época colonial, tradicionalmente se cocía en panaderías y en forma de hogazas grandes, panes destinados a alimentar a muchos, pues el trabajo de llevarlo a la mesa dependía de más de una persona.
Al trigo hay que molerlo, pero nadie tiene su propio molino en casa, ni tampoco un horno grande que pueda alcanzar los 200 grados centígrados que se requieren para obtener un buen pan crujiente, además, la cantidad de leña que se necesitaría para encenderlo no permitiría hacerlo cada día en cada casa, así que se necesitan un molino y un horno comunitarios con una organización igualmente grupal “que implican una relación específica con el tiempo y con el otro, a través de la colectividad por la división del trabajo que se deriva de ellas”.3
Por otro lado, la pequeña tortilla, tan individual como las manos siempre femeninas que la hacen, una por una en cada comida, es el tibio producto de un trabajo que “abarca el proceso en su totalidad, ya que muy a menudo existe una relación individual inmediata en el plano espacial y temporal entre el consumidor y la mujer que, a dos pasos de él, va cociendo poco a poco sobre el comal las tortillas cuya masa preparó unas horas antes”4, nixtamalizándola con cal la noche anterior y sin más molino que su metate.
El pan que se alejó de su antiquísima preparación casera viene de la panadería, ya no está caliente, se corta y reparte en trozos entre todos los que comen juntos en la mesa; la tortilla, en cambio, se come bien caliente, una a la vez y una para cada uno. Entera, personal, humilde y múltiple, hasta que se acabe el chiquihuite o la comida. La tortilla es sostén, envoltorio, recipiente, plato y cuchara, contenido y acompañamiento a la vez, vive en un tiempo fragmentado que se repite y multiplica con cada taco.
El pan sencillo de todos los días es el invitado omnipresente y discreto que se queda allí —junto al plato, pero fuera de él— desde el principio hasta el final de la comida. El miembro más venerable y respetado, el más callado de la familia. El gran abuelo.
Como la tortilla, él tampoco es nunca el plato principal y, al igual que ella, puede ser el receptáculo ideal para llevar un montón de alimentos combinados a un día de campo, al trabajo o al recreo. El pan es también plato y cuchara de salsas, de carnes o dulces y de todo lo que haga falta.
Tiempos y modos, ambos humanos, necesarios, complementarios. Mestizos.
Pan y tortilla, corazones de civilizaciones humanas que trabajan para comer, y así, vivir. Que se relacionan con la sensualidad de una pareja alimenticia que engendró una personalidad basada en los apetitos y en los cuerpos de la nueva comunidad que, con el trabajo de sus manos, descubrió una nueva manera de pasar los días.
Referencias
1 Alberro, S. (1992). Del gachupín al criollo: o de cómo los españoles de México dejaron de serlo.: El Colegio de México.
2 Ídem.
3 Ídem.
4 Ídem.