Envuelta en soplos de tierras agónicas,
no hay clamor que rasgue mi enclaustro,
ni ecos helados que despierten fantasmas.
Soy susurro y aliento
de un palpitar acallado en ruinas.
Deambulante lunar en profecías
del tiempo destrozado.
Entes ancestrales, los escucho.
Voces nocturnas que emanan
las huellas de sombras extintas.
El suelo estéril exhala sus nombres.
¿Dónde están, habitantes ocultos?
Velo la extinción de sus vestigios,
rastro escondido de permanencia muda,
palabras enclaustradas en cristal
que ahogan rostros ondulantes de auxilio.
La tormenta de mudas voces me combate,
me devora, me abraza en heladas llamas
que arrancan mi nombre y lo deshacen.
Las estrellas vigilantes testifican.
Ven la andanza de mi anhelo sofocado.
Mi esperanza deshecha en horizontes
que proclaman mi final irrevocable.
Estas huellas que arrastro
son el precipicio de una mudez
que ahoga mis ásperos sueños.
¿Qué consuelo hay en lo ausente,
quién velará estos silencios
después de que la nada me extinga?
Estoy sola en una procesión
con mis anhelos delirantes,
y llamo a un lugar difuso
habitado por cenizas de almas extintas.
En esta tierra de invisibles espectros
yo me diluyo a su lado,
mi piel se destiñe en la estelar negrura
y me olvido, me pierdo, me deshago.
Pero estos ojos aún escarban el abismo. Mis dedos aún urgan el aire.
Y en la espesura de mis sueños
veo horizontes que revelan blancas sombras.
Si el cielo sucumbe sobre mi cabeza y el suelo deshace su corazón entre mis manos, si el futuro es este vacío inmenso,
que el silencio no consuma voz.
Y que la soledad ya no sea mi salvación.