Hay personas cuyo destino está estrechamente ligado a un territorio. Y no hablo de su lugar de nacimiento, sino de otro que las adopta y que ellas terminan por adoptar también. En mi caso, uno de esos lugares es Oaxaca. Ya desde niño, cada tanto llegaban a mi casa chapulines y tortillas, pero de las tortillas de verdad, de las que ocupan una superficie mayor a la mano de cualquier persona, de las que esparcen el sabor del maíz por la boca. Las llevaba la señora Yola Chávez, quien nos despertaba todos los días —a mi hermano menor y a mí— para ir a la escuela, y que de alguna manera suplió a nuestra mamá. La suya fue la primera boca a la que escuché pronunciar la palabra Guelaguetza, cuya sonoridad encierra ya la delicia fonética de las lenguas indígenas mexicanas. La señora Yola nos contaba tantas y tan bellas historias sobre aquella fiesta que pronto la puse en mi lista de festivales nacionales a los que quería asistir. Asimismo, en tiempos recientes, he escuchado muchos más detalles de boca de Mayra Martínez, quien de su vida da lo bueno, como diría Álvaro Carrillo en Sabor a mí. Ella me ha pintado su estado natal con la maestría y la emoción de un artista.
Considerado el festival indígena más importante de toda Latinoamérica, la Guelaguetza se lleva a cabo los últimos dos lunes de julio, en dos sesiones matutinas y otras dos vespertinas. En ellas, distintas delegaciones de todo el estado de Oaxaca se presentan para compartir la cultura de su respectiva tierra. No olvidemos que el estado está conformado por ocho regiones en las que habitan 16 etnias, además del pueblo afrodescendiente que ha sido reconocido en los últimos años.
¿Aquel que no ha visto la Guelaguetza con sus propios ojos podrá imaginar lo que es reunir lo más destacado de la cultura oaxaqueña en un mismo lugar? La respuesta es «No». Al interior del auditorio —que lleva el nombre de la fiesta— cada delegación tiene unos 10 o 15 minutos para cautivar al público. Quienes pisan el escenario son personas que han ensayado meses o años para estar ahí e incluso han debido pasar una exigente prueba para lograrlo. No reciben más pago que el orgullo de compartir las joyas más brillantes de su tierra con otras personas.
Por eso visten los trajes más tradicionales, ricamente adornados. Las faldas largas y las cortas, los huipiles y los vestidos, los tocados y las diademas. Al lado de las mujeres —por inmaculados y brillantes que resulten sus trajes blancos—, los hombres quedan en segundo plano. El escenario se pinta de colores y rápidamente llegan a él los sonidos de las orquestas. Los platillos se golpean entre sí, las flautas silban como para reprenderse, las trompetas compiten por ver cuál tiene la voz más alta. Y en algunas piezas, cantantes que han oído esta música desde que tuvieron por hogar el vientre de su madre entonan piezas como Nayla. En una entrevista para el programa Historias de sus protagonistas, de CORTV Oaxaca, el violinista Alejandro Vera Guzmán contaba que, al subir al escenario, “ya no estás tocando tú; está tocando el pueblo”.
Algunos números incluyen la representación de acciones tan importantes como la pedida de mano y las bodas. Se bailan también sones como el del toro, en el que las mujeres empujan y terminan por tirar al suelo a los hombres. Y, como la comida también forma parte de la cultura de cualquier lugar, durante las actuaciones los participantes arrojan pan de yema, fruta de temporada, panela y otros alimentos al público para que disfrute las delicias de cada tierra.
Cada jornada es inaugurada cantando Dios nunca muere, pieza de Macedonio Alcalá que Oaxaca adoptó como su himno, así como con algunas palabras de la mujer elegida para representar a Centéotl, la diosa del maíz. Y para dar por concluida la jornada vespertina, el cielo se llena de fuegos artificiales que prolongan el baile al compás del son Calenda.
La fiesta, sin embargo, no se limita a aquellos dos lunes. El sábado inmediatamente anterior a su inicio, se lleva a cabo el desfile de las delegaciones por las calles de la ciudad de Oaxaca y el domingo se representa la leyenda de la princesa Donají. Julio entero es considerado el mes de la Guelaguetza y a lo largo de sus semanas se celebran más de 80 eventos culturales, como la feria del mezcal, la del tamal, la del tejate, la de los moles, la de los alebrijes y más.
Este año el estado de Guanajuato estará más cerca de estas tradiciones, pues el estado invitado del Festival Cervantino será nada menos que Oaxaca. Una oportunidad para que muchos más hagan de dicho estado su patria adoptada.