Aunque los filmes de ficción sean algunas de las más famosas obras de Herzog (Aguirre, la ira de Dios; Fitzcarraldo o su Nosferatu, el vampiro), su faceta de documentalista es una de las más preciosas que el mundo ha recibido. Frecuenta los temas de la locura, la naturaleza y los sueños, colisionando varias veces estos conceptos en fantásticas historias de lunáticos que desafían los límites del mundo y lo recorren al filo de la delgada línea donde la vida y la muerte son delimitadas. Individuos que ponen su vida en juego para hacer lo que aman, o que simplemente parecen existir bajo un embrujo de la naturaleza, alrededor del cual construyen un sistema de creencias y expresiones que trascienden estos límites que frecuentamos. Son distintas versiones de la pintura El caminante sobre el mar de nubes (Caspar David Friedrich); entre la grandilocuencia y la ilusión, enfrentando aquel paisaje que nos supera, ¿contemplando, desafiando o creyéndonos superiores al paisaje por estar viéndolo desde encima?
Varios carteles de Herzog retoman esta imagen. Siendo el hombre que es, esto podría estar pensado o, simplemente, ser la pintura de Friedrich viviendo en el subconsciente popular: el pequeño hombre frente a la enorme naturaleza que, sin embargo, en la imagen, ambos parecen cubrir espacios similares: ambos son majestuosos; ambos contienen al otro. Ahí están los carteles de Fitzcarraldo (1982) de Lecciones de oscuridad (1992), Encuentros en el fin del mundo (2007) y, más recientemente, Fuego Interior: Réquiem para Katia y Maurice Krafft (2023). Ahí también se encuentra El Hombre Grizzly (2005): un hombre de espaldas con postura serena, en medio de un valle montañoso, hace cara a un enorme oso pardo que le ruge.
En enero de 2025, El Hombre Grizzly cumplió 20 años: es el documental más conocido de Herzog y una de mis películas favoritas.
Timothy Treadwell vivió y murió por los osos. Pasó 13 veranos conviviendo con ellos en el parque nacional de Katmai, una reserva natural en Alaska. El 5 de octubre de 2003, él y su novia, Annie Huguenard, fueron devorados por Oso 141, acuñado así por el Servicio del Parque. Dos años después, Herzog estrenó El Hombre Grizzly, su documental sobre Treadwell, una figura para ese entonces rodeada de controversia dadas sus actitudes, acciones y trágico final.
Fue blanco fácil de crueles burlas y merecidas críticas: este hombre en cuyas apariciones en vivo se jactaba de su capacidad para entender a los osos, asegurando múltiples veces que no sería asesinado por ellos. El hombre que representaba la cara más bufonesca del ecologismo blanco. El hombre que bien pudo morir solo con su locura, pero que decidió llevarse a su novia al mismo violento final. Herzog toma la inteligente decisión de quitarse de encima todas estas preconcepciones y lugares comunes en el primer tramo de película: introduce de manera muy sintetizada a Treadwell, su labor divulgativa y algunos de sus impresionantes metrajes en los que peligrosamente convive hombro a hombro con los osos, para, de inmediato, presentarnos una detallada crónica de su muerte junto a Annie, y entrevistar a expertos en materia de osos de la reserva alaskeña y a uno de los rescatistas que recuperaron el cuerpo; todos criticando a Treadwell desde distintas trincheras: como alguien que violó los límites de la naturaleza, alguien cuyo objetivo ambientalista era fútil dado que lo enfocó en una reserva bien cuidada. El rescatista no duda en decir que los osos no le habían hecho nada hasta entonces, pues quizás lo percibían como “retrasado”.
Más a Herzog poco le interesan estas impresiones que tan pronto abandona (no sin antes dar sus impresiones, también considerando a Treadwell como iluso), dado que en sus últimos tres veranos Treadwell grabó más de 100 horas de metrajes en las reservas: parte diario, parte intento de hacer un programa a la Animal Planet y parte (uno de los retratos que más me mueven) sobre los oscuros rincones del hombre, sobre la volubilidad de la psique y un privilegiado vistazo a un espíritu quebrantado que se desnudaba en la naturaleza, de alguien que viraba entre la lucidez y la psicosis. De cómo Treadwell era consciente de su probabilidad de ser asesinado por osos sin que pareciera hacer mucho para evitarlo; de cómo les hablaba de tú, los utilizaba de confesionario, de cómo dramatizaba la muerte de los animales a la vez que expresaba genuina devastación ante el ciclo de la vida. Treadwell tocando con fascinación las heces de un oso, llorando el cadáver de un abejorro; Treadwell y su misantropía, Treadwell y el amor que cultivó en sus allegados.
Herzog no sólo entiende a Treadwell como personaje, sino también como cineasta, dado el vasto volumen y la potencia emotiva de las grabaciones que éste heredó al mundo. En el cine de Herzog, el encuadre es el espíritu del hombre: cuando éste se retrata a sí mismo en la naturaleza, también se fusiona con ella.
La primera impresión que dejan los metrajes de Treadwell es la de un loco que no sabía guardar distancia. Meditando su interacción con los animales, su forma de integrarse al ecosistema, su medida irracionalidad. En el caos de la naturaleza se da paso a ser una criatura más en aquel paisaje que tiene hambre, donde los adultos se comen a los cachorros y donde se defeca a la mitad de un combate.
No creo que Herzog ni Treadwell aboguen por un regreso a la naturaleza: Herzog nos envisiona asesinados por ella, mientras que para Treadwell aquel santuario era suyo y sólo suyo, el fondo del barril del que se propulsó a la superficie tras varios años de alcoholismo y malos rumbos. Parece que tanto en la visión que Herzog tiene de Treadwell como las visiones de éste mismo con su cámara —en ese rechazo a la civilización y búsqueda de lo salvaje—, se descubre la animalidad del espíritu y su entendimiento con la muerte. El hombre es un animal más que, como todo animal, puede ser comido. Pero él sigue en la imagen, trascendiendo la biología y espacio que este mundo le confirió: haciendo de la naturaleza que habitó una con él. A su fantasmagórica, triste e ingenua manera, en los paisajes enclaustrados, el espíritu vaga.