Tenemos incluso una moderna cadena local —Sushi Tai, de Felipe Ytuarte— que da empleo a cientos de personas. Su éxito le permitió abrir un restaurante de cocina japonesa (Sato) muy bien montado en Casa de Piedra; por sus mesas pasan cientos de nipones avecindados o de negocios en León. Se estima que entre nosotros viven unos mil 800 ciudadanos de Japón. La mayoría vienen por un tiempo específico; son especialistas que llegan para abrir plantas, capacitar gente, instalar maquinaria o software, revisar las cuentas.
Vecinos del país del sol naciente los hay por lo menos desde principios del siglo xx. Fueron médicos, comerciantes, empleados. Al final de los años veinte, cuando León sumaba más de 60 mil habitantes, aquí vivían solo 10 japoneses, de acuerdo con documentos oficiales; entre ellos estaban Heiriku Sashida y su esposa María Key, cuya dinastía es la más longeva en la ciudad: ya hay tataranietos.
Los primeros japoneses en el giro de alimentos que registran directorios y periódicos —en los años 30— son Alfonso Ishikawa —dueño de La Japonesa— y Carlos K. Yoshikay; el primero en el mercado Aldama, con café y pan todo el día; el otro casi enfrente, sobre la misma Comonfort y más parecido a lo que llamaríamos un ‘café de chinos’.
Más popular fue el restaurante Tokio del señor Tokumatsu Shibata, años cincuenta y sesenta en portal Guerrero 13 —entre La Olimpia y las cebadinas—, aunque lo suyo eran más bien comidas corridas, antojitos mexicanos y cócteles de mariscos.
Nuestra verdadera y entrañable primera referencia de un menú japonés es el restaurante de Eiki Ito. Comenzó hace casi 40 años en el mismo local de la calle Madero, solo que era tan pequeño como la carta. Con los años sumó las sucursales Campestre y Torres Landa. En la década de los ochenta también despachaba platos de arroz para llevar en la Feria de León. Vendía muy bien. “¡Adiós señor ‘Yakimeshi’!”, le decían muchos, según recuerda el propio Eiki entre risas.
Para platicar del tema, me ha invitado un café. Eiki nació en 1948 (Yonezawa, Japón); trabajó desde chico en el restaurantito de un tío suyo, hasta que terminó sus estudios universitarios. Se preparó para ser artista plástico, pero también se le dio el asunto de los negocios. Quería crecer en ambos sentidos. Primero se mudó a Estados Unidos, pero el destino lo condujo a San Miguel de Allende. Se enamoró de nuestra paisana Lolita Cervera y se casó. En una aparente bonanza, montó allá su primer restaurante, pero no funcionó. Vino la crisis económica de los ochentas. Se mudaron a León y en la necesidad de equilibrar las finanzas surgió el Eiki.
Hoy en día puede importar todos los ingredientes de su tierra natal. En 1983, cuando abrió, solo le enviaban el arroz japonés y la salsa de soya de California. El resto de la despensa salía del Descargue Estrella. Llegaba desde que abrían para asegurarse de la frescura de cada elemento. La constancia y la precisión en los detalles fueron hilvanando la enorme carta de sushis y sashimis, fideos y tallarines, domburimonos y furais, tempuras y curry, los tepanyakis y teriyakis, todo preparado de la manera más apegada a la cocina tradicional japonesa.
Yo lo recuerdo por años en la cocina del primer Eiki, ensimismado en su afán de ser preciso, riguroso con su trabajo. Siempre tan serio como afable, atendía dudas, peticiones y sugerencias de la clientela. A la eterna pregunta mexicana de “¿no tiene algo que pique?”, respondió con su —ahora popular— versión de salsa de soya con chile.
Nunca faltará el paisano oriental que les diga que no cocinan las cosas exactamente como en Japón. Ese es el punto: a la clientela local le gusta la comida muy condimentada, sabores fuertes, porciones vastas, conceptos contrarios a la costumbre nipona. Así que el menú tiene su propio carácter y con él nos forjamos como comensales. “Cocinamos para nuestros clientes leoneses, porque nos debemos a ellos”, subraya Eiki. Es correspondido: es el parámetro de la comida japonesa no de una, sino de varias generaciones.
“Tengo clientes que ya son abuelos y vienen sus hijos, sus nietos”, me presume Eiki. Pero su mayor orgullo es ver sus mesas repletas de familias. Aquí él hizo la suya y ya es de León. Se dice profundamente agradecido con esta tierra, sí, por darle a ganar, pero sobre todo, por hacerlo parte de su historia, su cultura. Después de todos estos años ¿cuál de sus platos en la carta es su favorito?, le pregunto. “El pozole”, contesta y rompe con una carcajada.