Es originaria de León, Guanajuato, con ascendencia jalisciense; su familia estuvo conformada por 15 integrantes: papá, mamá y 13 hermanos en total. Sus primeros años de vida estuvieron enmarcados en un ambiente campirano al vivir en el rancho de sus padres, experiencias que se quedaron marcadas para siempre.
“Me gustaba mucho salir con mi familia, compartir; con una familia tan grande era padre reunirnos en la comida, a la hora de la cena, cuando llovía y se iba la luz y todos teníamos que estar con velas. Y en el rancho me gustaba mucho andar en bicicleta…”.
En aquella época temprana, Virginia no percibía un especial interés por el baile, aunque le encantaba; “como que aprendí a bailarla sin haber visto bailarla”, destaca sobre la música, sobre todo el rock and roll en las tardes de reunión con sus hermanos en torno a una consola y aquel contagioso y dinámico género.
Antes de los 15 años solo tomaba las clases de danza que se impartían en el instituto al que acudía, siempre con buenos comentarios por parte de sus maestras. Fue hasta esa edad que decidió integrarse a clases externas, llegando así al taller de danza contemporánea de la Casa de la Cultura Diego Rivera bajo el cobijo del maestro José Luis Villalobos.
Después de tres años decidió cambiar a clases de flamenco con la maestra Raquel Aguilera, fue justo durante un espectáculo de su profesora donde incorporaba diversos ritmos que llegó el flechazo con la danza polinesia.
“Me encantó, me enamoré de esa cultura; porque era la primera vez que yo veía cómo la historia de un pueblo se puede contar a través de la danza”.
A partir de entonces se dedicó en exclusiva a dicho género, sumándose así a las clases de la maestra Paty Mendizábal. Sin embargo, su etapa como bailarina no duraría mucho, pues en 1991, cinco años después de iniciar en la danza polinesia, comenzó a dar clases en la Casa de la Cultura donde hasta la fecha continúa impartiendo talleres.
“Me encantaba ver las estrellas aquí en el patio de Casa de Cultura, y mi salón era amplísimo, toda la parte de abajo que ahora es galería era el salón de danza, tenía varias entradas, muy ventilado, lleno de espejos; era el salón de danza más bonito que yo había visto porque donde yo tomaba clases realmente era algo modesto (...) Luché mucho para que se diera ese grupo. Me metí en la cabeza «yo quiero dar clases de danza», vine a hablar con Polo Cárdenas y me dice «mira, ahorita no tengo vacantes, ni hemos promovido el curso, la única manera es que tú traigas tu propio grupo»… Nos dimos, mis amigas y yo, a la tarea de pegar carteles en todo el centro y llegaron 17 chicas y todavía las recuerdo a todas”.
Después de 32 años su pasión continúa intacta; es quizás más potente su fascinación por escuchar historias y poder compartirlas con otras personas —estudiantes y público—, un don natural que se manifiesta en el amor que generaciones de estudiantes profesan a la danza y a la propia maestra.
“Tuve niñas que ahora son señoras, que ya están casadas, y es increíble cuando me dicen «ay, maestra recuerdo con mucho cariño cómo nos contaba historias, cómo bailábamos, cómo jugábamos», porque también es mucho del juego con las niñas. También me he encontrado, por ejemplo, señoras que me mandan a sus hijas chiquitas, que entraron adolescentes y ya tienen hijas y me las mandan”.
Comunicóloga de profesión, también ejerció en cierto esta actividad en algún periodo de su vida, desenvolviéndose como reportera para distintos medios de la región; viajar, conocer gente y poder generar cambios desde lo que comunicaba fue lo mejor de dicha etapa. La vida también la ha llevado a desempeñarse como docente en áreas artísticas y ahora también al frente de una secundaria, lo que le representó un enorme reto, un gran aprendizaje y crecimiento.
“A veces no lo haces por gusto sino porque la vida te lleva, pero ya estando en el camino la mayoría somos afortunados de tomarle el gusto, porque la verdad los niños te enseñan, te consuelan, te acompañan, son unos grandes camaradas. Pareciera que somos enemigos maestros y alumnos, pero si lo sabes llevar es increíble una vida de ser maestro de adolescentes”.
Así, asegura que el baile siempre será su mundo rosa, la otra parte de su personalidad, su espacio seguro, la manera de poder volar. Es en el arte donde se encuentra y se reencuentra. Pero no todo se centra en ella, sus estudiantes son parte fundamental de que ese momento del día —sus clases— represente ese anhelado oasis.
Innumerables experiencias forman parte de su vida, como la historia de Ingrid, una chica que había perdido la movilidad de algunas partes de su cuerpo, sobre todo en uno de sus brazos, situación que cambió al término del curso cuando ya podía realizar cierto movimiento, cuenta Virginia, maravillada.
“Entonces digo «wow, eso hace la danza», pero no solamente es la danza y el ejercicio y la práctica, sino la socialización con los compañeros, porque esos dos o tres días a la semana que se ven con las demás chicas se convierten en una familia. Y yo recuerdo cómo Ingrid jugaba con las otras niñas y eso le ayudó muchísimo”.
Y así llegan tantas y tantas historias a su memoria que llevan al arte y a la danza como hilo conductor, como bálsamo para la vida misma: “la danza es mágica porque aparte es conectar movimiento con música, pero sea lo que sea que hagas de arte, pone a todo tu cerebro a trabajar y eso hace que secretes hormonas que te dan felicidad. Es increíble pero además de esa enorme ventaja biológica, te confrontas contigo mismo, o sea, yo siento que bailando es el único momento donde soy yo misma sin ningún tabú, sin ningún tapujo, sin nada; me veo frente al espejo y esa soy yo”.
Virginia tuvo dos hijas, Elizabeth y Karen, a quienes desde pequeñas acercó a su más grande pasión; actualmente, ya en edad adulta, su vida profesional está alejada del arte pero prevalece su amor compartido y la práctica de esta disciplina, situación que no siempre fue así.
“Yo las traía desde chiquitas hasta en el portabebé, aquí a Casa de Cultura. Y de pronto sí desarrollaron la habilidad de bailar, pero el gusto no. A los siete años aborrecían lo que yo hacía, porque me imagino que competían, porque mi tiempo estaba repartido entre mi trabajo y ellas, pero a veces íbamos de gira a los pueblitos y me las llevaba. Hubo una época en que decían «¡ay no, qué feo, qué aburrido!», pero en la adolescencia despertaron ese gusto y ahora ya nadie las para, bailan muy bonito. Sí, me gusta verlas como bailarinas porque me superaron en todo”.
El compromiso de la maestra Virginia con este quehacer cultural y artístico es tal que no descarta la posibilidad de, en algún adecuado momento, poder convertirse en embajadora cultural de México en la Polinesia, establecer este tipo de relaciones, difundir y compartir nuestras manifestaciones con aquella región y viceversa.
Su vida entera, evidentemente, tiene una gran influencia de aquella cultura, de su arte, su sabiduría, sus creencias; es notable cómo estos preceptos de positivismo imperan en todo su ser, y así nos invita a conservar y rescatar el Espíritu Aloha, el antiguo espíritu hawaiano que cura y que brinda armonía. Mantenerse por ese camino no es fácil, hay cosas buenas pero también malas “todos cambiamos todos los días”, asegura la maestra al ahondar en sus aprendizajes y su propia transformación a través de la danza.
“Me ha abierto como mi ventana por la cual veía el mundo, era pequeña y ahora es gigantesca. Eso ha cambiado en mí por el contacto con tantas personas por las que trabajo, por las capacitaciones a las que he ido y por lo que he aprendido. A veces vives tanto tiempo en una ciudad que crees que tu único mundo es esa ciudad, hasta que viajas. Pero hay muchas maneras de viajar: leyendo, bailando, cultivándote, yendo a cursos; entonces empiezas a ver que todo, cosas que consideras malas, que no son necesariamente malas para otras personas, ni para otras culturas, y eso te abre una gran puerta de respeto al otro”.